Ayer se venció el plazo para que las organizaciones políticas o alianzas que intervendrán en los comicios de abril eligiesen a los integrantes de sus respectivas planchas presidenciales, y la oferta final con la que algunas de ellas se han presentado ante el electorado han provocado sorpresa y desconcierto.
Entendimientos entre opciones que hasta hace unos meses eran antagónicas, fórmulas sin denominador común a la vista y cambios de último momento en los vehículos escogidos para hacer efectivas las candidaturas se han producido a lo largo de todo el espectro político, dejando el sabor de que no ha primado en esas decisiones la vocación de plantearles a los peruanos un programa de gobierno y un equipo de gente coherentes, sino el afán de colocarse en el partidor electoral a cualquier precio.
Bastante se ha dicho ya, por ejemplo, de la inconsistencia que supone el que dos proyectos –el del Apra y el del PPC– y dos postulantes –Alan García y Lourdes Flores– que se nos plantearon como mutuamente excluyentes en las elecciones del 2001 y del 2006 ahora vayan juntos. Pero no está de más recordar que las objeciones de la lideresa socialcristiana al ex presidente aprista rebasaban largamente el terreno programático y hollaban el moral, donde la transacción no debería existir.
Y el expediente de que, como el Poder Judicial ya se pronunció al respecto, no queda sino respetar su decisión y olvidar el asunto no es aceptable. Una cosa es respetar un fallo y otra, muy distinta, estar de acuerdo con él. De hecho, congresistas y autoridades partidarias de toda laya expresan permanentemente su disconformidad a propósito de distintas sentencias judiciales en el país y si bien acatan –como corresponde– sus consecuencias legales, no empiezan a actuar políticamente como si la duda ética en cuestión no hubiera existido.
Los criterios morales, después de todo, forman parte del modelo de país que un postulante a la presidencia o la vicepresidencia les plantea a los electores, e ignorarlos entraña una omisión que va mucho más allá del mero olvido de agravios.
Bajo esa misma óptica, desde luego, cabría cuestionar la incorporación de Vladimiro Huaroc, ex presidente regional de Junín, a la plancha fujimorista (recordemos que apoyó explícitamente al nacionalismo en la segunda vuelta del 2011), así como la de Susana Villarán, ex alcaldesa de Lima, a la del humalismo. En la campaña del 2006, como se sabe, la ex integrante de Fuerza Social le reclamó al entonces candidato Ollanta Humala que fuera a Madre Mía a despejar las incógnitas que lo vinculaban con el accionar abusivo de los contingentes antiterroristas en el lugar. Y, por otra parte, la circunstancia de que, habiendo sido secretaria ejecutiva de la Coordinadora de Derechos Humanos, se avenga ahora a escoltar al postulante Daniel Urresti (procesado por el asesinato del periodista Hugo Bustíos) apunta en el mismo sentido.
Una perplejidad semejante es la que suscita, por cierto, la aparición de la ex congresista Anel Townsend en el ticket electoral de César Acuña. No tanto por la conocida movilidad política que esta reitera, sino por la distorsión que introduce en su perfil de moralizadora el hecho de que esta vez secunde a un candidato que es objeto de cuatro investigaciones fiscales, por presuntos cargos que van desde el lavado de activos hasta la malversación de fondos.
No menos llamativa, por último, es la versatilidad de Hernando Guerra García, quien a los pocos días de haber sido desembarcado de la candidatura presidencial del Partido Humanista descubrió que sus planes para el Perú también eran compatibles con el ideario y la trayectoria política de Solidaridad Nacional, y decidió aspirar a la presidencia bajo sus colores.
Hablamos, pues, de acomodos, giros y contorsiones de última hora que parecen dictados por la premura de los plazos casi cumplidos del calendario electoral, antes que por el anhelo de ofrecerle a la ciudadanía una visión del país y un programa cuyos ejecutantes –es decir, las personas que candidatean para hacerlos posibles– no sean lo más importante.
Como tantas otras veces, se diría que lo que ha terminado pesando aquí es el apetito de poder y la desesperación de no dejar pasar la oportunidad de tentarlo. Lo demás –los principios, las ideas, los cuestionamientos morales– daría la impresión de ser solo un residuo o un concolón que, como siempre, quedará simplemente adherido a la olla cuando el referido apetito sea satisfecho.