El domingo, la actual presidenta de Brasil, Dilma Rousseff, fue elegida para un segundo período presidencial tras vencer –por un muy apretado margen (51,64% contra el 48,36%)– al candidato opositor Aécio Neves. Así, el Partido de los Trabajadores (PT), en el poder desde que Lula da Silva asumió su primer mandato en el 2003, se hace nuevamente de la presidencia gracias, en gran parte, a las propuestas de mantener sus políticas asistencialistas. Sin embargo, en lo que toca a estas últimas, ahora algo es diferente: debido a la situación económica que atraviesa el país, el gobierno corre el riesgo de que se vuelvan insostenibles.
Durante los últimos años, los programas asistencialistas han beneficiado a más de 50 millones de personas. Ellos, en parte, son responsables de los logros sociales de Brasil, entre los que se encuentra haber reducido significativamente la pobreza en la última década.
El problema de esta situación, sin embargo, es que la estrategia de Brasil para mejorar las condiciones de vida de los más pobres se ha centrado en repartir la torta descuidando el crecimiento, cuando lo cierto es que no se puede seguir distribuyendo más riqueza si antes esta no es producida por alguien. Y mientras en el 2010 Brasil llegó a crecer a tasas de 7,5%, hoy su economía languidece: desde el 2011 crece a un ritmo que ronda entre 1% y 2,7%, y se estima que este año apenas llegará al 0,3%. La inflación, por su parte, ya está en 6,5%.
El bajo ritmo de crecimiento del vecino país no sorprende, pues el proteccionismo reina y el gobierno hace poco para fomentar la inversión. Esto es aun más evidente cuando se compara al gigante sudamericano con los miembros de la Alianza del Pacífico, países que apuestan por una economía más abierta y que promueven las inversiones: según el Reporte de Competitividad Global, Brasil ocupa el puesto 85 de 144 naciones en eficiencia de su mercado, mientras que el Perú se encuentra en el puesto 21, Chile en el 22, Colombia en el 29 y México en el 53. Solo por dar dos ejemplos más sobre la situación del país que preside Rousseff, en lo que toca al peso de la regulación estatal y en lo que concierne a los efectos de los impuestos en los incentivos a invertir queda claro que Brasil se encuentra en la cola del mundo: se ubica en los puestos 143 y 139, respectivamente. No es coincidencia que la bolsa se desplomase a raíz de la reelección. Los empresarios ven con pesimismo que se mantenga el statu quo brasileño.
Por otro lado, no podemos pasar por alto que el modelo asistencialista de Brasil no solo tiene el problema de su dudosa sostenibilidad. Además, sucede que no es el que permite mejores resultados sociales, pues la evidencia muestra que enfocarse en crecer ayuda más a los pobres que simplemente repartirles el dinero que el Estado buenamente quita a otros ciudadanos.
La comparación con el Perú (donde diversos estudios estiman que tres cuartas partes de la reducción de la pobreza se han logrado gracias al crecimiento económico) es un buen ejemplo de esto último. En el 2013, el gasto asistencialista peruano y el brasileño era de 0,5% del PBI y de 4%, respectivamente. Pese a eso, mientras que Brasil sacó al 8% de su población de la pobreza extrema entre el 2003 y el 2012, en esos años el Perú hizo lo propio con el 27% de su población. En el mismo período, el 10% más pobre de los brasileños mejoró sus ingresos en 68%, mientras que en el Perú lo hizo en 108%. A esto hay que sumarle que entre el 2001 y el 2010 el Perú creció 50%, mientras que Brasil solo 26,2%.
Finalmente, apostar por un sistema que permite que la mayoría pueda usar su trabajo y sus talentos para crear su propia riqueza, en vez de simplemente redistribuir la que ya existe, tiene otra importante ventaja: elimina la dependencia de la población del gobierno. Un gobierno que, como hizo el brasileño ahora último, sabe aprovecharse bien de esa dependencia para ganar votos y mantenerse por más de una década en el poder, aun a pesar de las enormes denuncias de corrupción que sobre él recaen.