Entre las prendas que el gobierno ha ofrecido en el diálogo del lunes para tratar de aquietar las aguas políticas, estuvo la de evaluar, a partir del segundo semestre del año, un aumento de la Remuneración Mínima Vital (RMV), comúnmente conocida como ‘sueldo mínimo’.
Hasta ahora no se ha dicho cuáles serían las motivaciones para la eventual medida, pero en cualquier caso, es claro que la del crecimiento económico –que en el 2014 ha rondado el 2.5%- puede ser descartada de plano. Por lo demás, la circunstancia de que el ministro de Trabajo, Freddy Otárola, se haya apresurado a subrayar que la propuesta partió de la primera dama tiende a confirmar que lo que se buscaría con ella es esencialmente un efecto político.
Vale la pena destacar, en ese sentido, la ironía que supone el hecho de que fuese la propia señora Heredia quien, hace casi exactamente un año, propiciara la caída del entonces presidente del Consejo de ministros, César Villanueva, por haber sugerido, precisamente, que la discusión sobre un aumento del RMV estaba en la agenda del Ejecutivo. Lo que ayer era inconveniente, según parece, hoy enciende ilusiones.
El entusiasmo por el posible incremento del sueldo mínimo, sin embargo, no se ha limitado a los predios del gobierno. En distintos sectores de la oposición la idea ha sido acogida con fervor y hasta se ha insinuado que el compromiso de su aprobación pudiera ser convertido en una condición para asistir a la siguiente jornada del diálogo.
“Es de esperar que en unos 15 días salga una resolución o un decreto mediante el cual se incremente esta suma a entre 850 y 900 soles”, ha declarado el congresista de Acción Popular Yonhy Lescano. Y el ex primer ministro Salomón Lerner, cabeza visible de Ciudadanos por el Cambio, ha escrito que, entre los “temas que deben priorizarse en la agenda y solucionarse de inmediato”, está el referido aumento.
Lo que explica todo este afán por aparecer como los impulsadores de la medida, por supuesto, es la creencia de que con la misma se beneficiaría –a expensas del sector privado- a un enorme bolsón de personas en ajustada situación económica, que luego se podrían sentir inclinadas a retribuir tanta ‘generosidad’ con el voto.
Al ser confrontado con las cifras, no obstante, ese literal prejuicio exhibe sus limitaciones: los trabajadores en planilla que ganan hoy por hoy un salario mínimo –y que, en esa medida, gozarían del reclamado aumento- son solo 104 mil. Esto es, apenas el 0,8% de la Población Económicamente Activa (PEA) en el país. Una porción ciertamente importante de ciudadanos, pero lejana a constituir una de esas ‘mayorías’ que los partidarios de la redistribución compulsiva de los ingresos desde el estado suelen invocar para darle sentido a su acción política.
Esta paradoja, además, deviene en completo absurdo cuando se considera las dimensiones del sector que se vería perjudicado por esa misma decisión. Nos referimos, desde luego, a las personas que trabajan en la informalidad, cuya participación en la PEA es del 70 u 80%, (dependiendo de los cálculos que se siga). Como se sabe, todo incremento del RMV encarece el costo de contratar formalmente a un trabajador, no solo por el valor mismo de la cifra mínima que el empleador tendría que desembolsar para hacerlo, sino también porque en el Perú los costos no salariales de un puesto de trabajo (vale decir, todos aquellos que el empleador tiene que pagar por cada trabajador pero no van a parar a las manos de este) equivalen a un 60% de la remuneración.
La consecuencia lógica de semejante situación es que quienes ya desarrollan sus actividades en el sector informal y quienes están a la búsqueda de un trabajo se ven condenados a permanecer o ingresar mayoritariamente en ese universo, donde los beneficios laborales no existen.
Como dato adicional, cabe mencionar que no deja de ser curioso que los antiguos impulsadores de la ‘ley pulpín’, que buscaba justamente mejorar las posibilidades de ese vasto pero disperso segmento ciudadano, sean ahora quienes proponen lo contrario.
Gobierno y oposición, lamentablemente, se dan la mano en este descaminado proyecto, persuadidos quizás de que el sueldo mínimo es lo máximo. Si no en los cálculos económicos, sí por lo menos en los electorales.
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