Si bien se debe felicitar, por ir en la dirección correcta, al paquete de medidas dictadas por el gobierno en busca de una reactivación de nuestra ralentizada economía, también se lo puede criticar por no ir suficientemente a fondo. En efecto, es verdad que –muy bien pensadamente– el paquete busca disminuir los innumerables obstáculos regulatorios que hoy frenan a la iniciativa privada (y más que a ninguna, a la más pequeña); pero, al mismo tiempo, sucede que estos obstáculos son tan grandes y numerosos que hay sectores en que el alcance reductor de sus medidas se parece más al de una limada de uñas.
Acaso el más resaltante de estos sectores normativos a los que la tijera gubernamental ha tocado insuficientemente sea el laboral. Naturalmente, no se trata de un área en la que sea políticamente fácil ingresar con ninguna tijera. El lugar común, permanentemente fomentado por las fuerzas estatistas, es que esas normas están ahí para proteger a los trabajadores, de modo que el que seamos uno de los países con las legislaciones laborales más rígidas y demandantes del mundo en realidad sería una buena noticia, porque querría decir que somos uno de los países que más protegen a sus trabajadores.
Demora bien poco, sin embargo, descubrir que esta posición es o muy desinformada, en el mejor de los casos, o muy hipócrita, en el peor. Según la OIT, el 68,6% de los trabajadores peruanos están contratados en la informalidad. Es decir: no es que la enorme mayoría de nuestros trabajadores ostenten pocas protecciones de la legislación laboral; es que no poseen ninguna. Lo que tiene una relación directa con lo alto que nuestras normas colocan la valla de la formalidad: tan alto, que la mayoría de empleadores del país, que son empresas pequeñas y medianas, ni la intenta pasar, y prefiere más bien cargar con los altos costos que la informalidad supone para las posibilidades de crecimiento de cualquier empresa. Con lo que nuestra legislación laboral termina siendo, además de anticompetitiva, excluyente y discriminatoria (en perjuicio de los trabajadores que no tienen la suerte de estar empleados por las empresas grandes, que son las que no pueden escaparse del radar de los inspectores laborales).
No debería, pues, el gobierno, tener miedo de entrar más a fondo a reducir las cargas de nuestra legislación laboral. Debería más bien preocuparse por poner en evidencia cómo no dicen la verdad quienes la presentan como una protección para nuestros trabajadores, y por demostrar cómo una flexibilización de la misma sería, sobre todo, inclusiva.
Esto no quiere decir, repetimos, que las medidas laborales contenidas en el paquete no sean muy positivas. Es positivo refrenar el antes casi irrestricto poder de la Superintendencia de Fiscalización Laboral para poner multas estratosféricas que sirvan para alimentar su presupuesto. Y también lo es reducir algunas de las absurdas obligaciones contenidas en la Ley de Seguridad y Salud en el Trabajo, como la de hacer un examen médico a cada trabajador cuando ingresa y cuando se retira, además de anualmente; o la de contratar a un médico ocupacional en la empresa para prevenir cualquier enfermedad. Pero no se trata de medidas que puedan hacer mucha diferencia mientras que los costos no salariales del trabajo que impone nuestra legislación laboral superen el 60% del costo laboral total y estén entre los mal altos del mundo, o mientras tengamos una estabilidad laboral prácticamente absoluta, por solo nombrar dos ejemplos.
La única verdadera protección para los intereses de los trabajadores es la que les da el crecimiento de la inversión y, por lo tanto, de la competencia de las empresas por contratarlos. Así, por ejemplo, si entre el 2005 y el 2012 el número de peruanos con empleo adecuado (definido como aquel que paga más que el sueldo mínimo y supone trabajar más de medio tiempo) se duplicó en nuestras ciudades, ello no fue porque alguna ley lo ordenase; fue porque el crecimiento hizo que hubiera cada vez más empresas compitiendo por la fuerza laboral. La misma causa que logró que entre el 2004 y el 2012 los ingresos de los trabajadores sin educación alguna o que cuentan solo con educación primaria se elevasen en 60% en Lima Metropolitana y que, en el mismo período, el salario promedio del Perú rural se duplicase.
Entonces, sin dejarse intimidar por quienes defienden estas protecciones mentirosas, el gobierno debe profundizar en este paquete de reformas y avanzar más resueltamente por la única senda que abre el paso a la inclusión: aquella que fomenta el emprendimiento y la inversión.