El calendario político nacional lleva varias tradiciones que van mucho más allá del discurso de 28 de julio o las justas electorales cada cinco abriles. La aprobación del presupuesto de la República del siguiente año fiscal hacia finales de noviembre es una de ellas. Así, el pasado viernes el pleno del Congreso aprobó –con 75 votos a favor, 15 en contra y 4 abstenciones– un presupuesto de S/168.074 millones para el 2019.
Otras tradiciones alrededor de la aprobación del presupuesto tampoco se han hecho esperar. Por ejemplo, el incremento del monto disponible para gasto público el próximo año excede, nuevamente, la tasa de crecimiento de la economía. Mientras que el aumento real del presupuesto de apertura –descontando los efectos de la inflación– es de 5%, el producto bruto interno de este año difícilmente alcanzará el 4% de expansión. Esto además en un contexto de presión tributaria débil.
La tendencia no es novedad. Desde el 2010, el presupuesto público ha crecido en términos reales más de 50%, en tanto que el PBI no llega al 40%. Si bien es cierto que existen muchas brechas –físicas y sociales– por cerrar en el país que son responsabilidad del Estado, también es verdad que ninguna expansión de presupuesto puede exceder permanentemente el crecimiento de la economía que lo sustenta. Mejorar la calidad del gasto en sectores como salud o infraestructura vial es una tarea pendiente quizá más significativa que continuar con el aumento constante de los recursos financiados por los contribuyentes.
La tradición del presupuesto tiene también otro componente conocido: la negociación de favores o prebendas de parte de los congresistas para beneficiar a grupos de interés específicos. Por ejemplo, el legislador Israel Tito Lazo, de Fuerza Popular (FP), pidió que el personal calificado de las armadas de Zarumilla reciba una bonificación equivalente a S/2.500 mensuales con carácter vitalicio. Milagros Salazar, del mismo grupo parlamentario, pidió una nueva escala remunerativa para el personal de la ONPE. Otros pidieron mayores pensiones para los pescadores jubilados, carreteras para Cajamarca o la promoción de ascensos a oficiales de la policía.
Esta es, pues, la ocasión de la que disponen para intentar cumplir con determinadas promesas de campaña que exceden el mandato que los limita de tener iniciativa de gasto –un comportamiento ciertamente recurrente en el Congreso–, y muchos no dudan en aprovecharla. La consecuencia es un presupuesto inflado, poco eficiente, y que a veces puede ir en contra de una política estatal más general, como es el caso de los pedidos relativos a mejorar arbitrariamente las condiciones de los funcionarios públicos.
Respecto de esto último, vale la pena, sí, saludar la restricción aplicada en la reciente ley de presupuesto a la restitución de 8.855 servidores públicos. Como se recuerda, la reincorporación aprobada por el Ejecutivo no respetaba límites presupuestales ni el límite de edad de jubilación, además de no responder a las necesidades de recursos públicos del Estado. Hizo bien el Congreso, por tanto, al condicionar la reubicación laboral a contar con una plaza presupuestada vacante.
Cada aprobación de presupuesto anual de la República, por último, sirve para recordar que el nivel de gasto que se le asigna a cada sector es un reflejo fiel de la prioridad real que se le da desde el aparato público. Desde la PCM, por ejemplo, es común que se resalten los crecientes presupuestos para sectores como salud o educación. A la vez, no obstante, debería ser ocasión para reflexionar regularmente sobre lo que se puede lograr con menos recursos pero más eficiencia en el gasto. Esa sí que sería una tradición bienvenida.