A juzgar por los movimientos de la economía, las restricciones a la movilidad, y sobre todo la ubiquidad de la preocupación, se puede decir con certeza que el mundo no experimentaba una situación de tanta incertidumbre y ansiedad desde hace décadas. La aparición y rápida expansión del novel coronavirus –llamado de manera más precisa COVID-19– ha puesto en alerta sistemas de salud en todos los continentes. A la fecha, hay 89.064 casos confirmados en el mundo y 3.038 muertes.
Para abordar el asunto de manera responsable, los gobiernos deben contribuir a transmitir la seriedad del reto sin fomentar el pánico. Es clave, para ello, distinguir lo que se conoce sobre el virus de lo que aún no. Si bien las tasas de propagación son altas –una persona infectada contagiaría en promedio a 2,2 personas–, su efecto sobre la mayoría de individuos es reducido. Se estima que el 80% de personas con COVID-19 no sufre mayores complicaciones de salud, el 15% desarrolla cuadros que requieren alguna atención médica y el 5% llega a estado crítico. La cifra de mortalidad es de 3,4%. Los efectos más severos están fuertemente concentrados en la población mayor de 60 años y pacientes con sistemas inmunológicos debilitados.
Las siguientes semanas podrían traer buenas noticias y reportar que la epidemia fue contenida y que los nuevos casos son cada vez menos frecuentes. Pero podría no ser así. Un escenario posible es que los esfuerzos de contención resulten insuficientes a lo largo del mundo y el virus continúe expandiéndose en los siguientes meses. En estas circunstancias, el COVID-19 se uniría a otros como la gripe o influenza que –siendo letales en algunos casos– forman parte de los patógenos conocidos y con los que el mundo convive.
Parece inevitable que, más temprano que tarde, el primer caso de COVID-19 penetre las fronteras nacionales. Para entonces, el país ya debe estar preparado. En primer lugar, se debe poner sobre alerta a la población para que siga los consejos de higiene que minimizan la expansión del virus sin causar pánico. De llegar el COVID-19, se debería monitorear su evolución y tomar las medidas necesarias para reducir su propagación.
En segundo lugar, mientras se desarrolla una vacuna o tratamiento efectivo, los hospitales deben estar equipados con los implementos necesarios para atender a quienes se hallen en condición crítica y para evitar ser focos infecciosos. Un suministro razonable de respiradores disponibles y especial cuidado con la salud del personal médico –quienes tienen alto riesgo de contagio– son recomendaciones básicas.
Sin embargo, según el Ministerio de Salud (Minsa), se cuenta con capacidad para atender “hasta 75 casos” graves de COVID-19 en cinco hospitales de Lima; en vista del ritmo de expansión en otros países, esta cifra es absolutamente insuficiente. La debilidad del sistema de salud peruano en general agrava la preocupación. Lamentablemente, hoy las condiciones de los centros de salud públicos –dentro y fuera de Lima– son indignas de un país de ingresos medios como el Perú.
Finalmente, la atención al COVID-19 –justificada como es– no puede distraer al país de sus retos de salud más inmediatos y apremiantes. De acuerdo con el Minsa, por ejemplo, solo en las primeras cinco semanas de este año se han registrado 12 muertes por dengue en el Perú y más de 5.400 pacientes. Madre de Dios, Loreto y San Martín fueron declarados en emergencia sanitaria debido a ello. Vale recordar que, durante la epidemia de ébola en África Occidental, más personas murieron como consecuencia de la disrupción de los servicios de salud que de ébola mismo.
A diferencia de otros países, el Perú ha tenido la suerte de mantenerse libre del virus mientras se acumula mayor información sobre él en otras partes y, sobre todo, se gana tiempo para prepararnos. Usémoslo inteligentemente, sin alarmismo, pero con suma responsabilidad.