Los discursos pronunciados por los presidentes en ocasiones solemnes inevitablemente consienten frases de resonancia épica; sobre todo si lo que está de por medio es la conmemoración de una batalla o una resistencia heroica. En ese sentido, nadie esperaba que las palabras que debía pronunciar ayer el jefe de Estado en el contexto de las celebraciones por los 90 años de la reincorporación de Tacna al Perú fuesen una serena reflexión sobre el poder y sus limitaciones.
Pero una cosa es la justificada exaltación patriótica y otra, muy distinta, la franca incursión en la retórica populista. Y diera la impresión de que, aprovechando la licencia para cultivar lo primero, el mandatario se hubiese entregado en esta oportunidad a lo segundo.
El populismo de manual prescribe una supuesta división de la sociedad entre ‘los privilegiados’ (los ricos o los políticos indolentes, los pertenecientes a una casta que medra de un cierto estado de cosas) y ‘el pueblo’ (la gente de la calle, los pobres, las víctimas silenciosas de ese mismo estado de cosas). Este último, virtuoso por naturaleza y aquellos, irremediablemente malignos.
Prescribe también ese manual, por cierto, la aparición de un líder o caudillo que supuestamente sintoniza de manera providencial con las aspiraciones del ‘pueblo’ y sabe interpretarlas al milímetro en cada nueva coyuntura; y que, en consecuencia, argumenta o da a entender que ir contra él es ir contra quienes integran esa sacralizada comunidad. “El pueblo soy yo” es lo que en buena cuenta postula siempre el tipo de caudillo que nos ocupa. Revísense los casos de los regímenes populistas actuales o pasados en América Latina o en la Europa que precedió a la Segunda Guerra Mundial y se distinguirá la precisión del modelo que aquí bosquejamos.
La verdad de la dinámica entre gobernantes y gobernados, no obstante, es otra. ‘El pueblo’ es una abstracción demagógica que sirve para aludir sin hacer distinciones a lo que en realidad es un vasto universo de individuos con ideas propias, y que forman ocasionales mayorías y minorías sobre las distintas materias que pueden ser sometidas a su consideración. Los que piensan igual acerca del asunto ‘x’ no tienen por qué coincidir también acerca del asunto ‘y’… Pero el líder populista quiere hacernos creer que sí.
Pues bien, si uno presta atención al discurso de ayer en Tacna, descubre elementos que nítidamente sugieren que el presidente se está deslizando por la pendiente que conduce al populismo sin coartadas.
En medio de las tensiones con una mayoría del Congreso sobre su propuesta para adelantar las elecciones, el mandatario ha sentenciado, por ejemplo: “Sé que nos van a seguir atacando, sé que nos van a seguir difamando, van a seguir dando la espalda a los peruanos, intentando defender privilegios y tratando de que nos demos por vencidos”. Y también: “No nos van a ganar porque estamos del lado correcto, estamos al lado del pueblo, que es honesto; en el pueblo nos apoyamos”.
Palabras de las que se sigue que quien lo critica en realidad lo estaría difamando y que quien no está de acuerdo con su iniciativa de adelanto electoral estaría en última instancia yendo en contra del pueblo honesto. No hay manera, aparentemente, de disentir de su propuesta y plantearle objeciones constitucionales sin caer en la categoría de los que defienden privilegios y les dan la espalda a los peruanos…
¿Así piensa conversar la próxima semana con el presidente del Congreso sobre su iniciativa? ¿Diciéndole de antemano que si no está de acuerdo con ella es poco menos que un enemigo jurado de todos sus compatriotas? ¿O lo que se está buscando es enrarecer la atmósfera previa a ese encuentro al punto de frustrarlo?
Lo más preocupante de todo, además, es que si la actitud del presidente Vizcarra empieza a parecerse al clásico populismo en sus premisas, acabará haciéndolo también en sus consecuencias. Y sobre eso ya nos ha dado lecciones insoslayables la historia.