En la mayoría de países, la temporada anual de regularización del Impuesto a la Renta es un período sensible, duro para los bolsillos de los contribuyentes y en el que la ciudadanía en general presta especial atención al destino que hace el sector público de sus ingresos. En el Perú, esta temporada –que empezó el 22 de marzo pasado y va hasta el 6 de abril– pasa relativamente desapercibida. Y es que el pago del Impuesto a la Renta no es un hábito demasiado extendido.Debido a la enorme informalidad de la economía y al bajo nivel de productividad promedio del trabajador peruano, menos de uno de cada diez trabajadores nacionales paga Impuesto a la Renta. Entre el 72% de trabajadores informales y la gran proporción de trabajadores formales –dependientes e independientes– que generan menos de 7 UIT al año (S/28.350 es el tramo para personas no sujeto al pago de renta), la recaudación por este concepto es baja.
La situación del pago de Impuesto a la Renta para empresas, el de tercera categoría, también tiene grandes filtraciones. A finales del año pasado, el mismo jefe de la Sunat, Víctor Shiguiyama, mencionó que “la elusión del Impuesto a la Renta sobrepasa el 50% en el país, lo que representa alrededor de S/35.000 millones de soles”. Para ponerlo en contexto, ese monto es superior a todo lo que el Estado invierte en educación y protección social, sumados, por año.Las políticas implementadas en años pasados para luchar contra la informalidad han tenido resultados sumamente pobres y más bien se han traducido en menor recaudación sin aumentar necesariamente la base tributaria. Los regímenes especiales, Nuevo Régimen Único Simplificado (NRUS) y Régimen Especial del Impuesto a la Renta (RER), por ejemplo, han premiado el enanismo empresarial, el subreporte de ingresos y otras malas prácticas como las compras de facturas, el fraccionamiento de ingresos, las operaciones de distintos contribuyentes en un mismo local, etc. Por su lado, tampoco queda claro que el impacto de la ampliación de 3 UIT inafectas al Impuesto a la Renta –de 7 UIT a 10 UIT– para personas haya sido positivo. La verdad es que, en un contexto de desaceleración y de políticas económicas desacertadas, la informalidad laboral creció durante el 2017.
Son millones los trabajadores y empresas –de todo tamaño– que operan en distintas escalas de informalidad, en distintos grises. Este es el resultado, en parte, de accesos cada vez más costosos a la formalidad (el reciente aumento del salario mínimo es un excelente ejemplo al respecto), pero también de productividades laborales y empresariales sumamente bajas. Para la mayoría, la formalidad –y los deberes y derechos que van con ella– son algo costoso e innecesario. Esta combinación de altas barreras de ingreso y baja productividad explica que, con una base tributaria tan reducida, la presión fiscal para los relativamente pocos que sí pagan sea significativa.Sin embargo, aunque sea significativa, sigue sin ser suficiente para cubrir las demandas de gasto e inversión pública, y continuará sin serlo a menos que se implementen políticas económicas efectivas para subir la productividad y fomentar la formalización. Hoy la desconexión que existe entre la población general que reclama –con justicia– más y mejores servicios públicos (educación, seguridad, salud, transportes, entre varios otros), y la contribución directa que esta población tiene sobre el presupuesto público es patente. Son relativamente pocos los que, en estos días, regularizarán los pagos del Impuesto a la Renta o que, ya habiendo contribuido lo que corresponde, no necesitan hacerlo. ¿Hasta qué punto puede aspirar al desarrollo un país en que la gran mayoría de trabajadores y empresas pone poco o nada de sus ingresos de forma directa para contribuir en lo que les corresponde?