En los últimos meses, varias denuncias de acoso y violencia sexual (mayoritariamente contra mujeres) han salpicado a los claustros universitarios y al mundo de las letras. Los agresores, presuntos o denunciados, son catedráticos e intelectuales pertenecientes a una élite académica, es decir, en franca capacidad de reconocer la perversión aludida. No integran el submundo lumpen ni los bajos fondos de la sociedad, sino, en varios casos, las mismas casas universitarias que acuñaron el enfoque de género en nuestro país.Estas aparentes paradojas tienen explicación. La universidad no es una burbuja impoluta, ajena a los males estructurales de las sociedades a las que pertenecen. De hecho, en su interior se reproducen las mismas discriminaciones sexuales, raciales y sociales existentes fuera del claustro académico. Ni la casa de estudios mejor rankeada queda exenta de albergar tales violencias cotidianas. Esta realidad, sin embargo, suele relativizarse al defenderse el alicaído prestigio de dichas instituciones. No obstante, dada la gravedad de las denuncias, que superan lo anecdótico, es imposible negar la insuficiencia de las políticas universitarias para construir un ambiente de respeto e igualdad.
Como de costumbre, son los estudiantes los portadores de un cambio que coloca a las autoridades respectivas ante el juzgamiento histórico. No casualmente los alumnos de leyes y ciencias sociales fueron los primeros en denunciar abiertamente la violencia sexual que victimiza a varias de sus compañeras, querellando también los intentos de manejar domésticamente las faltas para evitar el escándalo público. Quienes así se conducen, no son conscientes de que podrían constituir el germen de un movimiento social –no un episodio más de #MeToo o #NiUnaMenos– o simplemente dejar pasar tal oportunidad. Un ejemplo vecino nos permite echar luces sobre esta posibilidad.El movimiento de mayo del 2018 en Chile, en el que miles de mujeres universitarias y escolares tomaron las sedes de sus casas de estudios, se fundó en el reclamo de medidas contra docentes señalados por abusos sexuales. La demanda escaló hacia una agenda más integral: la revisión de las mallas curriculares en los centros de estudio y los pedidos por eliminar el sexismo en la educación universitaria y secundaria. En el Perú, distintos casos de violencia contra la mujer se han convertido en emblemas de sensibilización y concientización de parte de la sociedad y de las autoridades estatales, para un giro hacia políticas públicas de equidad de género. Pero, a diferencia del país sureño, las federaciones estudiantiles nacionales no son intelectualmente orgánicas ni tienen antecedentes positivos de haberle ganado el pulso a gobiernos.
Si el incipiente movimiento estudiantil local (aún encerrado en los muros de unas universidades) lograse conectar con la opinión pública, estaríamos ante un evento capaz de influir en la cultura política discriminatoria y machista predominante en el país. Señalo esto a riesgo de ser interpretado como ‘mansplaining’, ese rezago patriarcal de imponer a la mujer lo que debe o no hacer, decir y hasta pensar. Lo hago, no obstante, porque los hombres debemos acompañar este empeño de equidad y justicia. Pero la voz dirigente es de ellas.