GUSTAVO RODRÍGUEZ
Escritor y comunicador
Alguien había entrado al cubículo vecino y bajé la vista: tenía unas zapatillas blancas sobre las que pronto cayeron unos pantalones granates.
–Aló, amor... –susurró el hombre.
Afuera se anunciaba la salida de mi avión, pero más me interesó el murmullo de al lado.
–Llegaré antes de la medianoche, ¿querrás verme...?
De pronto, la voz sonó aliviada. Doblemente aliviada, quizá.
–Sentimos lo mismo, mi amor. Ya nos vemos prontito.
El hombre salió del baño antes que yo y cuando volví a la sala de embarque busqué identificarlo. Al rato lo encontré en la fila de abordaje. Resultó ser un hombre alto y corpulento. Lo acompañaban una mujer y una niña de anteojos.
Una típica familia que vuelve a casa después de vacaciones.
Días después se armó una discusión en Internet debido a una campaña de limpieza de la Municipalidad de Barranco: Los Comecaca. Los publicistas habían recomendado forrar los tachos públicos de basura con caricaturas de estereotipos supuestamente detestados para que, así, los vecinos pudieran meterles por la boca la caca de sus perros. Sonaba divertido.
Pero ay. De pronto, los comecaca empezaron a heder para un sector grande de internautas. Alguien advirtió que junto a “El corrupto”, a “El futbolista juerguero” y a otros personajes aparecía también “La trampa”: una rubia de lunar coqueto en cuya descripción quedaba como esa mujer detestable que es capaz de clavarle las uñas pintadas al marido ajeno.
Los publicistas, en su afán de comunicar de forma sencilla, se amparan en lugares comunes que suelen ser fácilmente entendibles por la mayoría. ¿No han visto esos comerciales que muestran a nueras triunfadoras sobre suegras que todo lo fiscalizan? ¿A papás celosos que miran cejijuntos al amiguito que visita a la hija en casa? No es un mecanismo publicitario, en verdad: todos hemos contado alguna vez chistes basados en estereotipos. El problema empieza cuando se los utiliza públicamente para seguir etiquetándonos en lugar de tratar de entendernos.
¿Quién diablos es cualquiera para juzgar si la mujer con quien hablaba mi vecino era una tramposa o no? ¿Con qué frescura se puede convertir uno en juez de lo que es moral o inmoral, y luego insultar a Laura Bozzo por hacer lo mismo? Eso es lo malo de estos comecaca y de cierta publicidad: que, en su afán de cumplir objetivos que seguramente serán alcanzados, abonan en el tipo de prejuicio que simplifica realidades complejas.
Sin embargo, también debo defenderlos. La comunicación social que nos rodea es tan sosa, que es de celebrar estos intentos por hacer las cosas de manera distinta. Y tan cerrado como crear prejuicio es pedir el linchamiento de sus responsables y la aniquilación de la campaña cuando una modificación puede ser suficiente. ¿Qué me queda claro, después de esto? Que los publicistas deberían dejar de parar solo entre ellos y juntarse más con gente que mira la sociedad desde otras ópticas. Que si los críticos primero reconocieran el coraje de quienes buscan hacer las cosas de manera diferente, sus opiniones se tomarían en cuenta hasta con agradecimiento genuino. Y que el amor es una necesidad básica, impostergable como la que más.