Uno de los avances de la ciencia social ha sido el descubrimiento de la informalidad. Puedo dar constancia del impacto de esa revelación pues sucedió en el curso de mi vida profesional. Vivimos una época agraciada por el avance de la ciencia y es difícil entonces reconocer que el concepto de la informalidad ni siquiera había sido acuñado en los años en que fui estudiante, lo que me hace dudar del valor de esos estudios y de los títulos profesionales otorgados en esos tiempos. Hoy, finalmente, sabemos que la informalidad es un concepto central para explicar la mayor parte de los males de nuestra sociedad, como el crimen, la corrupción, la falta de partidos políticos, el exceso de pequeñas empresas, la desprotección laboral de los trabajadores, la poca recaudación, el caos del tráfico, la limitada productividad empresarial y, por lo tanto, la persistente pobreza nacional.
Hoy tenemos todo eso claro, pero el historiador se ve obligado a registrar lo lentos que fuimos para ver la luz. Incluso la humanidad llegó hasta a pisar la Luna antes de ese descubrimiento científico. Fue en 1969 cuando el astronauta Neil Armstrong descendió de la nave espacial Apolo para caminar sobre el satélite lunar, pero fue recién dos años después cuando el antropólogo británico Keith Hart nos alertó sobre el papel central de la informalidad cuando explicaba el mercado laboral de Kenia.
No obstante, queda un misterio. Han pasado cuatro décadas desde el descubrimiento de Hart y sucesivas investigaciones que ampliaron y confirmaron nuestro conocimiento del efecto nocivo de la informalidad. ¿Cómo explicar entonces el poco provecho que hemos sacado del avance científico? ¿Qué ganamos con el conocimiento cuando no sabemos cómo aplicarlo para la derrota de la pobreza? El Perú sigue siendo uno de los países más informales del mundo.
La economista Claudia Cooper ha propuesto una explicación. Han sido múltiples los esfuerzos para mejorar el marco normativo, dice, pero estos son derrotados por la discrecionalidad de las personas que aplican las normas. Igual sucede con los esfuerzos para crear instituciones, que también caen víctimas de la arbitrariedad en la gestión. Podríamos concluir que la informalidad se debe entonces más a la cultura que a las normas. Legislar es fácil, pero ¿cómo se cambia la cultura? Sería más fácil si el funcionario público fuera una especie humana separada, pero las autoridades son un espejo de toda la sociedad. ¿Qué familia no cuenta entre sus filas a alguien que ejerce o ha ejercido algún cargo de autoridad en algún nivel?
Otra explicación para nuestro nivel tan alto de informalidad es la extraordinaria diversidad de la economía peruana, diversidad reconocida en la multiplicidad de regímenes especiales y de excepción, aunque poco aportan a la formalización, como se ha visto en el casi nulo éxito frente a la minería informal. Llevado al absurdo, ¿qué sentido tiene calificar de informal a la abuela sentada en la vereda de un minúsculo pueblo del interior con una canasta de plátanos?
Es un avance que los medios y los políticos ahora se ocupen a diario de la economía, pero el costo ha sido una pérdida de precisión en el lenguaje. El término ‘informalidad’, por ejemplo, se ha vuelto un cajón de sastre para referirse a lo no registrado, lo ilegal, lo pequeño, la actividad empresarial de baja productividad y el trabajo que no conlleva una protección social. Si queremos formalizar al país, empecemos por formalizar el lenguaje, con una definición precisa de la palabra ‘informal’.