Es casi un lugar común advertir que el Perú es un país de media tabla en el mundo en cuanto a indicadores de desarrollo y que si África no existiera descenderíamos a los sótanos. También es evidente que cuando nos tienta fantasear con una cercanía a los países desarrollados, le prestamos más atención a los reportajes sobre nuestra macroeconomía, nuestras reservas y nuestra disciplina fiscal. Pero por cada jalón del lado optimista de la soga no demora en sentirse el lastre del otro extremo de la realidad.
Lo acabo de constatar al leer una advertencia del “Financial Times”, que señala que Sudamérica es un emergente epicentro global del COVID-19 y que, específicamente, el Perú podría estar peleando en este momento contra el brote más severo del planeta. Razones históricas para ser el centro de esta noticia hay varias, pero quizá sean dos los troncos de los que se ramifica el resto: la corrupción en la que suelen nadar nuestros decisores –y que permea a toda la sociedad– y la falta de acuerdo entre nuestros poderes y representantes para obviar sus diferencias y centrarse en sus coincidencias. “Mucha corrupción y poca institución”, sería el título de nuestro alegórico y patético libro, con miles de historias de descalabros en transporte, gestión ambiental, gestión urbana, salud y educación.
Mientras leía el reporte que menciono, se me ocurrió que el uso de la mascarilla en nuestros espacios públicos podría ser la causa principal de nuestros contagios en las calles y, también, un símbolo depositario de cientos de años de improvisación individual, o de cómo los peruanos salimos a las calles a la buena de Dios. Un Estado que sabe ponerse de acuerdo y que se somete a la ciencia habría articulado protocolos más claros en los que la vedette de la lucha no es la mascarilla, sino la distancia. Pero en este país de maravillas, las decisiones parecen haber sido tomadas para tolerar la cercanía siempre que haya una mascarilla puesta: lo vimos en un Congreso que sesionó presencialmente, en las filas apretujadas para cobrar bonos en los bancos y en los mercados mal gestionados por las municipalidades.
Hay que admitir que la mascarilla puede tener un mayor protagonismo en nuestras mentes porque es un objeto concreto: ¿acaso se “toca” la distancia? ¿Y cómo expresarla en una imagen con la rotundidad de un objeto en la cara? Pero a esta dimensión tangible me atrevería a añadirle un aspecto arraigado en el inconsciente de nuestra sociedad: el del amuleto. Tenemos cientos de años –y yo varias décadas– escuchando que rezarle a tal santo va a protegerte de tales peripecias, que echarte ruda va a cambiar tu suerte o que si das un paseo con tus maletas seguro que vas a viajar este año. Quién sabe si para muchos que salen a enfrentar a ese enemigo invisible, la mascarilla no se impregne de esa confianza irracional que aportan las supersticiones en las sociedades que no han sido educadas con la ciencia.
Si el virus del COVID-19 fuera asumido como un tigre, nadie se atrevería a acercársele.
Pero no faltará quien, portando la estampita de un santo, pensará que tiene menos probabilidades de ser atacado.