Mientras muchos soñaban con llegar al bicentenario en la OCDE, con suerte llegaremos con un presidente reemplazante. Tal vez lo tenemos merecido. Martín Vizcarra es un político sin partido. Tengo entendido que pudo haber estado en la plancha presidencial de Kuczynski como en otra; hasta hubiese podido ocupar el lugar de Vladimiro Huaroc en la tríada fujimorista. Llegó a la política nacional por una suerte de ‘cuota’, pues en el combo que suelen ofrecer los postulantes limeños al Ejecutivo siempre ‘viene bien un provinciano’. Más por fortuna que por virtud, Vizcarra llega a Palacio de Gobierno en un momento crítico, de colapso del poscolapso. Su desafío es tremendo: enamorar después del desamor. Otra vez por carambola.En su discurso inaugural dijo poco y cayó en lugares comunes. “Luchar contra la corrupción”, “pacto social”, “unidad” son harto manidas en el vocabulario político peruano. Todavía no avizora un rumbo, aunque ha dejado claro que no contará con ningún miembro del actual Gabinete (‘¡primicia!’). A eso se reduce nuestra ansiedad: “¡Que se vayan todos!”. Pero, en fin, démosle el beneficio de la duda: todo le cayó de sorpresa.
Vizcarra es y será un presidente débil. Más enclenque que Kuczynski. No solo carece de organización partidaria, sino también de entorno social influyente. No tiene equipo de tecnócratas ni de gerentes empresariales de confianza. En Lima es un ‘outsider’: no pertenece a la ‘gentita’, pero tampoco proviene de un proyecto regional. Lo relevante es el entusiasmo que despierta en cierto sector de la opinología influyente. Un presidente reemplazante también merece su luna de miel. La suya, quizás, pueda prolongarse si administra óptimamente el beneficio de la culpa. Sin duda alguna, en esta contienda tanto fujimoristas como antifujimoristas han contribuido a la crisis de gobernabilidad y a la decepción.Para alejar el espectro de un ‘remake’ ppkausa en su mandato, Vizcarra debe aprovechar la única salida posible actualmente en nuestra política argollera: ser meritocrático. Consecuentemente, ha de ser –más por necesidad que por vocación– impersonal en la selección de su Gabinete. Pocas veces no tener amigos VIP ayuda en situaciones en las que el establishment está carcomido. Vizcarra cuenta, para ello, con una fuerte imagen simbólica –un moqueguano en el poder, en un país centralista–, sobre todo luego de la resaca de un gobierno sanisidrino. Su reto es convertir este capital metafísico en política pública. El lema del mandatario no debería ser “el Perú es más grande que sus problemas”, sino simplemente “el Perú es más que Lima”. Podría ser el momentum de los provincianos, en un país agotado por su tecnocracia de ‘brown-bag lunch’. Vizcarra debería concretar su aterrizaje en la capital con una tecnocracia regional, sin desconocer que quizás los Gore-Ejecutivo puedan servirle de base mínima, provechosa para su gestión. Quince años de gobiernos regionales han de haber generado especialistas en gestión pública. Acá radica la esperanza de politización de un ‘piloto automático’ desgastado por la sinrazón técnica.