Cuenta el mito que Apolo se obsesionó con su belleza y le prometió que, si se acostaba con él, le daría el don de la profecía. Casandra aceptó, y cuando ya había sido ungida con la gracia de la premonición, se arrepintió y no quiso cumplir con lo acordado. Apolo fingió tristeza, y le pidió que por lo menos le diera un beso. Cuando ella acercó sus labios a los del enamoradizo dios, él le escupió en la boca y transformó el don en maldición: sería capaz de ver el futuro, de predecir lo que iba a suceder, pero nadie le creería, nadie la tomaría en serio. De nada le sirvió a Casandra advertir que lo del caballo era una trampa, de nada le valió predecir el trágico final de la Guerra de Troya. Encerrada y repudiada, tuvo que ver con impotencia cómo se cumplían todas y cada una de sus profecías, mientras a ella se la tildaba de loca.
Casandra murió ya terminada la guerra en manos de la despiadada Clitemnestra. Con ella, sin embargo, no murió la maldición. No importa cuán terrible sea la denuncia que hagamos, en quejas que tienen que ver con agresiones sexuales, acoso o discriminación por género casi siempre somos tratadas como seres inestables incapaces de discernir entre nuestros propios temores y la realidad.
Por eso, ver en televisión a mi colega Melissa Peschiera pidiendo desesperada que no dejen en libertad al acosador que ha alterado su vida resulta desmoralizador, porque es constatar, una vez más, que nuestro sistema de justicia no nos toma en serio. Leer los comentarios irónicos en Twitter, de desatinados que hacen broma con la situación de Melissa, es descubrir, con agotamiento y espanto, que el temor a que nos maten o nos agredan sigue siendo para otros un chiste.
Hace unos meses tuve que abandonar un taxi porque el hombre que manejaba se estaba masturbando y al denunciarlo tuve que soportar los desatinados comentarios de sujetos, como el señor Eugenio D’Medina, columnista de opinión en otro diario, quien me acusó de inventarme la denuncia para no pagar la carrera (que por cierto sí pagué). Por si fuera poco, desde hace unas semanas tengo que enfrentar, otra vez, fuera del trabajo o merodeando mi casa al hombre que me acosa desde hace cinco años. Aparece y desaparece con absoluta libertad de mi vida sin que nadie lo detenga porque las autoridades lo han declarado inimputable.
Melissa Peschiera ha advertido, al borde de ese llanto que se nos cuela en la garganta por la furia, que si le pasa algo la responsabilidad será de las autoridades. Y no le falta razón, pero me atrevo a ir más allá: detrás de esas mujeres que mueren masacradas por sus ex parejas, de esa chica violada en una calle oscura, de esa muchacha acosada en el trabajo, no solo hay una autoridad que no nos cree y un infeliz que hace bromas en Twitter. Hay sobre todo una sociedad que ha decidido que todas somos Casandra y que se va a sentar a esperar a que se cumplan nuestras desgraciadas profecías sin mover un dedo para evitarlo.