Me causa sorpresa que en esta época donde las noticias nuevas sepultan a las recientes en cuestión de horas aún haya discusiones entre mis amigos sobre la mordida de Luis Suárez a Chiellini en la primera fase de Brasil 2014. Quizá se deba a que el mundial de fútbol es el escenario donde se desarrolla el drama más visto por la humanidad, y no hay duda de que el teatro, sobre todo si es testimonial, remueve en los espectadores aquellas nociones que parecían largamente asentadas. Cómo explicar, sino, que varios amigos uruguayos a quienes aprecio por su sentido crítico hayan convenido en justificar la mordida. O que hasta su presidente, un personaje admirado por quienes luchan por la igualdad y justicia social, también la defienda.
Pero esta noción de la Copa del Mundo como teatro ante el escenario del planeta siempre será una explicación parcial. La dramaturgia confronta al espectador y lo lleva a tomar posturas, pero eso no explica que casi todo un país defienda un hecho que puede ser detestable para el resto. Y me trasladaré de Uruguay al Perú para hacerme entender mejor: imaginemos que en el partido definitorio para asistir a este mundial, ese último partido que nos hubiera dado el pase para cantar nuestro himno en canchas brasileñas, el ‘Loco’ Vargas hubiera mordido a un defensa del equipo contrario. ¿Qué tal si hubiéramos ganado y clasificado? ¿Nuestras portadas no habrían ensalzado a nuestros futbolistas como gladiadores? ¿Muchos de los peruanos que ahora critican con aspereza al uruguayo Suárez no habrían tratado con cierta indulgencia al atacante peruano?
Los antropólogos saben mejor que yo aquella teoría que presenta al fútbol como una sublimación de los conflictos tribales de nuestros ancestros. Ese animal que habita en nosotros, y que muy adentro quiere que su clan arrase al antagonista, ocupe su territorio, viole a sus mujeres y se quede con sus alimentos, hoy asiste sosegado a una ceremonia donde se ponen en juego reglas y códigos que nos han permitido sobrevivir como especie sin llegar a matarnos más de la cuenta.
El nacionalismo es una dimensión aumentada de ese espíritu tribal. De allí que sea saludable en espacios lúdicos, pero que sea tan peligroso a la hora de definir nuestras relaciones y de hacer política. El partido nacionalista de Hitler es su expresión más conocida, pero no la única.
A mis amigos uruguayos que pudieran burlarse de mí –y a los peruanos que habrían justificado algo parecido– ya no les hablaré yo. Le cederé la palabra a Obdulio Varela, el mítico capitán uruguayo del Maracanazo, quien es, probablemente, el futbolista más admirable de la historia por su forma de liderar. Mi amigo Gabriel Arriarán me recordó hace poco que hubo testigos de que, en un clásico entre Peñarol y Nacional, un jugador del Nacional le dio una patada feroz a un compañero suyo. El Negro Jefe cogió la pelota y fue a decirle al árbitro: “Si alguno de mis futbolistas llega a dar una patada como la que aquel señor acaba de dar, le ruego que lo expulse. En mi equipo un jugador que pega así no merece seguir en la cancha”.
No me dirán que el mundo que queremos para nuestros hijos no necesita más Varelas que Suárez, digo yo.
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