Patria. El nombre, así, seco y directo, esconde una historia compleja y dolorosa. En la novela de Fernando Aramburu, la más leída en España en el año que pasó, dos mujeres intentan reconstruir sus vidas tras el desangramiento de su pueblo por la lucha de ETA contra el Estado Español. Una, Bittori, visita cada vez que puede el cementerio para conversar con su marido Txato, asesinado por jóvenes etarras. La otra, Miren, se prepara todas las semanas para ver a su hijo recluido en prisión por haber perpetrado atentados terroristas. Ambas, íntimas amigas en otra época, no pueden verse por el rencor y el dolor que toda guerra deja a su paso.
La historia de Bittori y Miren no busca asignar culpas o administrar castigos. Si bien queda claro que el conflicto en el país vasco lo desata la guerra demencial de ETA, el drama de estas dos mujeres representa lo difícil que resulta la reconciliación. Lo inhumano que puede ser pedirle a la víctima que se reúna con su agresor. Porque reconciliarse es mucho más que perdonar. Uno puede perdonar a quien le hizo daño y no querer tener nada que ver con ese sujeto el resto de su vida. Pero para reconciliarse hay que volver a encontrarse. Hay que restablecer vínculos.
¿Puede esto impulsarse a través de políticas de Estado? ¿Hay algún manual para darle la mano a quien te mató a un hijo? La reparación, el reconocimiento a las víctimas se puede lograr a través de medidas concretas, pero para que las partes enfrentadas en un conflicto se reconcilien se necesita voluntad, mucha entereza y un alto grado de humildad que la mayoría de los seres humanos no tenemos.
Imposible leer “Patria” y no pensar en nuestro país. Hemos atravesado épocas terribles de violencia que han dejado heridas difíciles de cerrar. Hijas que nunca encontraron a sus padres. Madres que hoy cuidan a sus hijos mutilados, mujeres ultrajadas sexualmente, niños huérfanos… la lista es interminable y el dolor enorme. Veinticinco años después de la captura de Abimael Guzmán, los peruanos seguimos mirándonos con recelo, acusándonos de terrucos y asesinos con una ligereza espeluznante. Cada vez queda más claro que la reconciliación no se va a conseguir poniéndoles nombres rimbombantes a los años (este 2018 se llama Año del Diálogo y la Reconciliación Nacional) o indultando a asesinos y dictadores. Tampoco vamos a perdonarnos porque exista un museo de la memoria o porque decidamos barrer todos los hechos debajo de la alfombra.
Por más que el nuevo presidente pida que cesen los odios, hay una rabia profunda que se nos ha metido en el cuerpo y que provoca que cualquier discrepancia desate guerras insólitas. Como Bittori y Miren, tal vez solo nos queda asumir cuáles son nuestros odios y rencores; y sobre la base de eso intentar vivir en sociedad sin sacarnos los ojos. Mejor sinceramos el asunto y dejamos de vendernos reconciliaciones de escaparate, que estamos lejísimos de obtener.