La explotación del lote 192 en Loreto ha convulsionado la sociedad charapa. Desde las propias comunidades nativas directamente afectadas hasta el iquiteño urbano, la agitación social puso al Parlamento y al Ejecutivo a la defensiva. Ni siquiera los instrumentos más sofisticados de deliberación institucionalizada (entiéndase: consulta previa) lograron atenuar el desborde. Mientras la reserva petrolera más importante del país aguarda con incertidumbre su destino, los legisladores amagan una reforma política (o contrarreforma, como advierten los “contrarreformólogos”) para “fortalecer a los partidos y evitar la penetración de fondos provenientes de poderes ilegales”. La tragedia nacional es que, desde hace décadas, ambas dinámicas –social y política– se tratan por cuerdas separadas. El resultado ha sido calamitoso para nuestra institucionalidad, la representación política y el crecimiento económico. Y ha llevado al país a altos niveles de riesgo político.
El horizonte de los parlamentarios y especialistas de la cooperación internacional es de cortas miras en materia de reforma política. Sus dilemas son magros (financiamiento público o privado), sus soluciones hacen cosquillas (ventanilla única), sus sueños son de opio (democracia interna). Su miopía conduce a una agenda pública infeliz, de espaldas a la sociedad. Las amenazas a la política que advierten son policiales: el narco que financia campañas o el minero ilegal que compra lealtades. No están pensando en la arquitectura de una sociedad que destruye partidos, atomiza la sociedad civil (no me refiero a las ONG sino a las federaciones indígenas, por ejemplo) y desafecta al ciudadano promedio. En otras palabras, están pensando en una reforma antichoros y no en un pacto social para un país donde la informalidad y la conflictividad son evidencias fehacientes del fracaso de la promesa neoliberal.
Si seguimos planteando los términos de la reforma aislando la política de la sociedad, el resultado va a profundizar aún más el riesgo político nacional. Es decir, se ahondaría la incapacidad que tienen la política y sus representantes de operar eficientemente en aquellos nudos sociales dominados por la violencia y la informalidad. Si bien es cierto que el país es gobernable a pesar de la ausencia de partidos enraizados, es inviable como proyecto colectivo e institucional. Las élites políticas parecen olvidar este norte. En el mejor de los casos prometen reformas electorales –si la valla para coaliciones debe ser 2,5% por nuevo integrante del “sancochado” de moda–. Por eso el primer paso es cancelar cualquier intento de reforma que el Congreso cocine sin receta. No solo es cuestión de timing sino de tino: no hay peor modificación legal que la que opera en plena campaña.
El segundo paso consiste en elevar el debate de la reforma política: hacerlo más integral (expandiendo sus consecuencias políticas y económicas) y más abarcador (incluyendo al empresariado). (En ese sentido, saludo la iniciativa de ESAN que convoca a una reunión al respecto para el próximo miércoles). En la agenda del reciente Perumin, el tema fue tangencial; pero confío que en el CADE electoral el tema sea protagonista. Sin distraernos de los males cotidianos de la inseguridad, es imprescindible exigir a los candidatos presidenciales explicitación sobre su visión del futuro de la institucionalidad política del país. Este es el mejor antídoto contra improvisados y populistas.