El nivel de crisis política al que hemos caído requiere de un “shock institucional”, es decir, de un conjunto de reformas articuladas en las áreas de normatividad electoral, partidaria, participativa y descentralista. Tal ‘shock’ tendría un impacto similar a las reformas de ajuste a la economía peruana durante la década de 1980, si parte de premisas actualizadas del funcionamiento de la política. Somos una sociedad donde predomina la informalidad como un ethos antiestatal (no prepondera la “ciudadanía republicana”), donde la volatilidad de las preferencias torna improcedentes a los partidos organizados a la vieja usanza (y es más adecuada, en cambio, para partidos light) y donde la representación parlamentaria requiere de nuevos distritos electorales –más pequeños–, basados en los clusters económicos que rigen la dinámica económica y social del país.
Aunque estas transformaciones son inmanejables de manera simultánea, es imperioso prever el mapa conceptual de este ‘shock’. Las reformas parciales podrían agudizar –aun más– la bancarrota de la representación política. Las iniciativas segmentadas, meros “paquetazos”, alivian a veces la coyuntura, pero no resuelven problemas estructurales. Hasta ahora los arreglos normativos (inclusive la ley de partidos políticos) han permitido al “mercantilismo” político –también llamado “democracia sin partidos”– adaptarse y seguir usufructuando de las fallas de un sistema político que no rinde cuentas al electorado. Por un lado, no hay incentivos para que los rentistas de un establishment fracasado reformen; por otro, hoy el debate es dominado por ideas conservadoras y anquilosadas de la reformología más irresponsable. La única iniciativa de reforma integral ha sido propuesta por Transparencia. Aunque no comparta su aproximación teórica, tiene el espíritu holístico requerido. (Aprovecho la ocasión para una aclaración pendiente y pertinente: si bien he criticado algunas fases de la estrategia de incidencia de esta ONG, no he dejado de saludar su empuje en la materia).
Esta necesidad de transformación de nuestra institucionalidad política ha sido abordada en CADE 2017. Crecimiento económico sin institucionalidad nos ha conducido a la trampa estructural de la informalidad, con sus respectivos ‘by-products’ perversos: lumpen-burguesía (Hugo Neira dixit), corrupción público-privada y poderes ilegales en apogeo. Si seguimos en este camino, no vamos hacia la OCDE, sino a una combinación de economía “exitosa” y Estado fallido. Por eso, el compromiso político de las élites económicas del país contribuiría –de sobrepasar al gesto políticamente correcto– a la mejora de nuestra representación (desde el rediseño de distritos electorales, hasta la promoción de ‘think-tanks’ partidarios con especialistas en políticas públicas y de ‘do-tanks’ de voluntariado cívico asociados a proyectos políticos). Un ‘shock’ institucional necesita de un enfoque conceptual atrevido, tanto como de músculo político; de consenso ideológico y ambición histórica. Aunque el Legislativo hace lo que puede, el Ejecutivo se pone de perfil y la academia no se involucra, es tiempo de que el empresariado conecte sus dramas y catástrofes contemporáneos con la necesidad de una terapia de ‘shock’. Seguir como diletantes solo nos llevará a repetir confiando en el azar: “Que Dios nos ayude”.