Voy a imitar a Carl Sagan en “Cosmos” y comprimiré en un día tres ejemplos de ninguneo y violencia exagerada que he comprobado últimamente en medios y redes.
Digamos que fue ayer a las 7 a.m. cuando, después de desayunar mi papaya con huevo frito, publiqué en Twitter un anuncio del Touring que me encontré en la calle: “En el 85% de los accidentes [de tránsito] los conductores son hombres”. Dos horas más tarde vuelvo a coger mi celular y me topo con una marea de comentarios. Los más amables opinan que quizá la proporción de conductores hombres y mujeres sea también de 85/15 y, aunque dudo de ese ratio, les respondo que tal paridad tumbaría el mito de que las mujeres conducen peor. Otros señalan que los varones conducen más vehículos de transporte, pero alguien retruca que las mujeres son mejores conductoras de camiones en las grandes minas. Sin embargo, el debate civilizado hace agua por la catarata de hombres que se quejan de las “feminazis que escriben carteles” y de los “imbéciles que se dejan manipular por los progres”.
En fin. Escupo la última pepa de mi mandarina de media mañana y vuelvo al trabajo.
Después del almuerzo me provoca ver un partido del Mundial de Fútbol femenino. Sintonizo el canal que compró los derechos, pero no hallo ninguno. En vez de encontrarme con Marta Vieira y esa boca roja tan explosiva como sus regates, con ese Argentina-Escocia que hizo saltar al espectador más catatónico o con las portentosas atajadas de la chilena Endler, me topo con un programa de chismes. No puedo admirar la destreza y fortaleza de esas futbolistas ni comprobar que jamás ruedan quejándose como los varones cuando les cometen una falta, pero sí me entero de que a Romina aún le salta el corazón cuando ve a Nicola. Qué penita. ¿Transmitirán los partidos en diferido? Alguien me responde que sí, pero en la madrugada, a la hora de los vendedores de sartenes y de las películas del año de ñangué.
Guardo mi teléfono, y cuando parece que el día terminará sin más novedades, veo circular una foto de altos mandos del Ejército posando con delantales rosados junto a la ministra de la Mujer: una campaña que se vale de un estereotipo para desterrar otros.
Ahora sí, las reacciones son volcánicas: arde Troya y se habla de atroya. “Es una vergüenza”, dice un congresista ex militar. “Se ha vejado al uniforme de la patria”, dice otro, que también tiene tejado de vidrio. “¡Encima de rosado!”, se enoja otro, que también fue alcalde de Lima. “Si ese general es gay, que salga del clóset”, advierte un presentador.
Antes de ir a dormir me pregunto por qué a pesar de que las estadísticas señalan que las mujeres son más prudentes, nunca nadie le dijo “hombre tenías que ser” a un conductor irresponsable. Por qué las deportistas mujeres se esfuerzan igual que los hombres pero el mercado les paga con una fracción. Y por qué ponerse un delantal rosado convierte a un militar en blanco de desprecios.
Usted lo intuye: para la mentalidad machista, todo lo que se asocia con la mujer es débil, pichiruchi, indigno de ser comparable con la destreza o la fuerza masculina.
Y me duermo con aquel proverbio: díganme de qué se jactan, machazos, y les diré de qué adolecen.