Es terrible prepararse para un evento y terminar en otro. Hasta ahora recuerdo, con gracia, haberme topado con un hombre disfrazado de payaso y otro de Pedro Picapiedra, que discutían en medio de la calle porque habían chocado mientras se dirigían a alguna fiesta de Halloween. No me puedo ni imaginar lo ridículos que se les debe haber visto pasando el dosaje etílico y yendo a la comisaría en esas fachas.
Cuando pienso en Keiko Fujimori, no puedo evitar evocar ejemplos como ese. Se preparó para ser presidenta del Perú, formó una lista parlamentaria en la que abundaban los invitados, advenedizos y entusiasmados para demostrar pluralidad, se deshizo de sus rostros más fuertes, desautorizó a su hermano, borró la foto de su padre de todos sus carteles publicitarios, se paseó de la mano de su madre y tuvo palabras amables con las víctimas de las esterilizaciones… y no salió elegida.
Se produjo para celebrar una fiesta de Año Nuevo y terminó asistiendo a un velorio. Y se le nota el desconcierto, pues. Se nota que no tenía un plan para ser la mayor oposición del país. Es evidente que como candidata logró construir un perfil sólido, pero como lideresa de la primera bancada del parlamento nacional no da mayores luces. La última aparición en público que le recordamos fue esa famosa presentación, con todos sus congresistas, en la que molestísima y con el ceño fruncidísimo amenazaba no hacérsela fácil a PPK. Pero después desapareció y hasta ahora parece incapaz de asumir el reto que su derrota le ha impuesto, porque más allá del hecho de que Keiko se haya quedado con vestido de bobos y sandalias doradas en medio de un drama, está el hecho fundamental de que hay 73, perdón 72, congresistas de Fuerza Popular en el Congreso. Y eso quiere decir que hoy, como nunca antes, el partido naranja tiene en sus manos la posibilidad de emprender la reforma del Estado que el Perú necesita para seguir creciendo. Por primera vez en los últimos 25 años, el fujimorismo tiene la oportunidad de oro de demostrar que son capaces de hacer en democracia, lo que Alberto Fujimori consiguió con una dictadura.
Sin embargo, en lugar de aprovechar la coyuntura para impulsar los cambios fundamentales, o de afianzar la lucha contra la corrupción, o liderar un Congreso responsable lo que vemos hasta ahora es patético: se va Vilcatoma, demostrando que sus aliados eran producto del oportunismo, colocan al frente de la Comisión de Fiscalización al impertinente de Héctor Becerril, hacen una feria con el pedido de facultades mandándolos a diez comisiones para consulta, y se niegan a darle más herramientas a la UIF para combatir el delito de lavado de activos. Y mientras todo este desmadre ocurre, la señora Fujimori brilla por su ausencia. Se mantiene escondida para que no se le note que se quedó vestida, alborotada y muy desconcertada.