Ahora no me importa el cálculo geopolítico. Que si Obama quiere cerrar las heridas de la región para afrontar con mejor pie los retos de oriente, que si quiere sacar la lengua a Putin y a Maduro con una medida que estos igual tienen que aplaudir, que si provocar a los republicanos, que si el petróleo barato, que si los chinos competitivos, que si el régimen castrista busca a toda costa hacer más caja fiscal con el comercio que irá al alza.
Bah, no me importa la razón, igual quiero celebrar la reapertura de relaciones entre dos países y, por extensión, entre dos culturas. Permítanme la nota personal: me he amamantado de la cultura gringa y de la cubana. Una domina mis ojos, la otra mis oídos. Hollywood es el top del ránking de todo lo que me apasiona en la pantalla; y el son cubano manda en mis orejas, en mi cintura, en mis manos cuando me provoca tamborilear cualquier cosa que tenga enfrente. Cuando viví en Cuba en 1987 y padecí las estrecheces del comunismo (en realidad, del ‘sociolismo’, que así llamaban los ‘socios’, o sea los amigos, a su manera de darle vuelta al sistema), la música me arrullaba, me transportaba. Había llevado de amuleto los libros de mi cubano favorito, Guillermo Cabrera Infante, vetado allá, y siempre citaba, para callar tanto a castristas como anticastristas, una sentencia suya que cito de memoria: “el gran aporte de Cuba al mundo no es la tropicalización del marxismo sino la recreación de la música africana”.
Por eso, tras la alegría de la buena noticia, las penas con soundtrack sonero: no leer las ironías que hubiera escrito desde Londres G. Caín (la chapa de Guillermo); no ver a Olga Guillot cantar “Yo volveré” en el ‘Calos Mal’ (en realidad Teatro Carlos Marx, pero me encanta como lo cubanizan los taxistas); no oír el disco conmemorativo que hubieran hecho los de la vieja trova con los capos del latinjazz; y, en el top del ránking de lo imposible, no ver el Blu Ray del primer concierto del retorno de Celia Cruz, con bonus del documental que registra su vuelo directo Miami-La Habana en American Airlines. Gloria Stefan podría estar en el mismo vuelo, igual que Albita, pero solo para telonear a la reina, porque mi sueño lo protagoniza Celia y punto. Claro que, de estar viva, hubiera dicho que prefería esperar que muriera Fidel y renunciara Raúl. Los viejos cubanos miamenses no le perdonarían el apuro.
Pero Irakere sí existe y podría juntar a Arturo Sandoval, a Chucho Valdez, a Paquito D’Rivera y otros grandes en un concierto de aquellos. Y Omara Portuondo cantar “Lágrimas negras” con el ‘filin’ –el ‘balbalismo’ no es mío, pues así se llama su cantar desde antes de la revolución- de dos culturas. Eso no me lo perderé.
Que de eso se trata, de reanudar relaciones y romper pronto el bloqueo que de nada ha servido a dos culturas que tienen hambre de mutua influencia. Lo mejor para los que ansiamos la democratización pacífica de Cuba es que se allane el camino para que se empapen de Internet, de dólares, de comercio libre con la potencia que tienen encima, de turismo gringo en masa.
Apuesto a que en unos meses, se podrá ir a Key West y, junto a gringos de Maine, Ohio o Dakota, tomar un full day a La Habana. Luego de visitar la mansión de Hemingway en el cayo, visitar pocas horas después su mansión habanera, caminar por el malecón salpicado de olas, tomarse fotos ante el Capitolio que algún día volverá a albergar un parlamento de elección popular, hacer el circuito alcohólico de daiquiris y mojitos (otra perla de G. Caín: el mojito es la síntesis de la isla pues tiene ron, azúcar de caña y verde hierbabuena). Y regresar con habanos, con pins del Che Guevara, ron Matusalén añejo, y, entre la gente contenta, gringos sin remilgos ideológicos y cubanos con visa gringa.