Infortunio el de Vladimiro Huaroc: compartir el primer nombre con uno de los personajes más siniestros de la década del noventa. Ser su “colombroño”, para usar el arcaísmo que hiciera conocido el mismo Montesinos –en el 2008, en pleno juicio a Alberto Fujimori– para no recurrir al corriente “tocayo”.
En cambio, a lo largo de su carrera ha mostrado, de alguna manera, esa mezcla de virtud y fortuna que resaltara Maquiavelo en “El príncipe”. Tuvo la virtud de mostrar su experiencia en la conflictiva Centroamérica de los 80 para hacerse atractivo a una bisoña organización como la Defensoría del Pueblo, que, bajo el liderazgo de Jorge Santistevan, fue clave en desnudar las irregularidades de la histórica elección presidencial del 2000. Huaroc dirigió entonces la supervisión electoral defensorial con meritorios resultados.
En el espacio regional, su fortuna ha sido variada, quizás porque mostró poca virtud. En el 2002 fue candidato al gobierno regional de su Junín natal, por el Movimiento Todos por Junín, y obtuvo 97.214 votos (19,9 %) para ocupar el tercer lugar. En el 2006, esta vez con Convergencia Regional Descentralista (Conredes), fue elegido presidente con un porcentaje con el que actualmente debiera ir a una segunda vuelta: 25,75%.
En ambos casos, Huaroc candidateó por movimientos que giraban en torno a él, solo cambiando de nombre, cercanos a Fuerza Social y a la izquierda oenegera y académica.
En el poder, y aunque su gestión fue solamente mediana, Huaroc tuvo una proyección nacional que le permitió ser el primer presidente de la Asamblea Nacional de Gobiernos Regionales, creada tras la desactivación del Consejo Nacional de Descentralización.
Menos fortuna tuvo en su mayor aspiración: ser vicepresidente. En el 2001 estuvo en el breve conato presidencial de Somos Perú, plancha liderada por Santistevan, su ex jefe. La apuesta fue tan breve –Santistevan renunció menos de un mes después de lanzarla– que permanece perdida en el anecdotario. En el 2011, Huaroc fue parte de la abortada apuesta de Fuerza Social y también de su lista parlamentaria por Lima; la huérfana plancha que integró –cuya cabeza, Manuel Rodríguez Cuadros, renunció unas semanas antes de la elección– obtuvo apenas 0,06 %.
Mejor le ha ido como cabeza del actual gobierno en la resolución de los conflictos. Reclutado por Juan Jiménez tras la paralización del proyecto Conga, Huaroc no solo fue capaz de obtener el pomposo título de “alto comisionado” de la Oficina Nacional del Diálogo y Sostenibilidad, sino que fue también quien más duró en el cargo. Además, antes de que los celos de Ana Jara lo forzaran a dejar el cargo, se labró una imagen de eficiencia y ubicuidad, de la que han carecido sus sucesores.
La más reciente decisión de Huaroc (unirse al grupo liderado por Keiko Fujimori) puede ser criticable, mas no debe ser sorpresiva. Es la más realista apuesta de un cacique, aquel tipo de líder provinciano del que Mario Vargas Llosa decía: “su energía, habilidades, maquiavelismos e imaginación estaban concentrados en una sola meta: adquirir, retener o recuperar una partícula de poder”.
En una política sin partidos, con grupos cuya única opción electoral es una alianza (endeble, vacía, forzada), el camino natural de un político profesional termina siendo ese: brindar su prestigio y experiencia al mejor postor.