Chile parece estar cavando su propia tumba. Acaba de promulgar una reforma electoral fragmentadora en la peor circunstancia, cuando una grave crisis política originada en casos de corrupción que afectan seriamente la credibilidad de los partidos y de la propia presidenta de la República, puede conducir a reacciones antisistema que encontrarían libre curso hasta volverse endémicas con el nuevo sistema electoral aprobado.
En efecto, la denuncia de tráfico de influencias para que la esposa del hijo de la presidenta reciba un millonario crédito justo el día en que esta fue electa, y los escándalos de financiación electoral de grandes grupos empresariales a las campañas de políticos de todas las tendencias, que han quebrado la autoconfianza del sistema político, han llegado en el exacto momento en que se aprobaba el cambio del sistema binominal en el que se elegía a dos diputados y senadores en 60 distritos electorales pequeños, por un sistema proporcional plurinominal en el que se elige hasta 8 diputados en 29 distritos electorales, más grandes.
Es decir, han optado por pasar a un sistema parecido al peruano, que solo conduce a la multiplicación del número de partidos y candidatos. Con el agravante de que la nueva ley reduce los requisitos para formar nuevos partidos y facilita las candidaturas independientes.
Es decir, los chilenos han decidido descomponer deliberadamente su sistema de partidos, lo que solo puede conducir a debilitar la gobernabilidad. Si de algo se podía preciar la democracia chilena después de Pinochet, era de haber alcanzado una suerte de bipartidismo en el que durante 25 años compitieron entre sí dos alianzas de partidos que le dieron progreso, estabilidad y gobernabilidad al sistema.
Pasar a un sistema de distritos plurinominales elimina el incentivo de los partidos integrantes de las alianzas a mantenerse unidos, porque si varios pueden ganar en cada distrito y no solo uno o dos, para qué me voy a juntar con otro. Cada vez habrá más partidos, más candidatos y menos gobernabilidad, con el riesgo de la ruptura del sistema de representación, como ocurre en el Perú.
Pongámoslo así: si el Perú tuviera un cuasi bipartidismo como el chileno, un problema como el de Tía María no se hubiese siquiera presentado, pues los alcaldes de la zona pertenecerían sea a la coalición de gobierno, sea a la de oposición, con representación directa en el Congreso. Es decir, estarían conectados y en diálogo natural con el gobierno y el Congreso, habrían podido prevenir el problema y lo manejarían tomando en cuenta también el interés nacional, pues pertenecerían a organizaciones nacionales. Ahora, en cambio, lo que tenemos son jefes rebeldes de tribus políticas locales vinculadas a organizaciones antisistema.
Para coronar el error, aunque con la intención política de transformar la desilusión por el sistema en la ilusión de construir uno nuevo, Bachelet ha anunciado el inicio de un proceso constituyente que deberá desembocar en una nueva Carta Magna. Con lo que no solo llena de incertidumbre el futuro sino que podría terminar de destruir la arquitectura política y económica que hizo de Chile la vanguardia de América Latina en las últimas décadas.
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Eliminación de visa a Europa y EE.UU. en riesgo por demora de Ejecutivo ►http://t.co/MiGljx3QOb (Por @GiovannaCP) pic.twitter.com/aANV3qM8ju— Política El Comercio (@Politica_ECpe) abril 30, 2015