Es sabido que nuestros escolares poseen rendimientos muy bajos en comprensión lectora y matemáticas. A este cuadro general deprimente, sin embargo, se agrega la constatación de una brecha muy grande entre el sector urbano y el rural. Es decir, si ya el promedio general es muy bajo, los rendimientos en el sector rural son paupérrimos. En la evaluación censal de estudiantes del 2012, mientras el 30,9% de los estudiantes de segundo grado del país tenía un rendimiento satisfactorio en comprensión lectora, en el medio rural solo el 7% alcanzaba ese nivel.
Por otra parte, los problemas de nuestra educación rural se agravan considerablemente debido a los altísimos niveles de deserción escolar que registra. El dejar de producir en las parcelas familiares parece ser un lujo que los niños y adolescentes de nuestros Andes no pueden darse, y –también en muchos casos– que sus padres piensan que no vale la pena darles.
Considerando esto último, el modelo de las “escuelas productoras” parece ser la respuesta ideal para el problema, pues ataca de raíz la principal causa de la deserción: en estas escuelas el aprendizaje y la producción, en lugar de excluirse, se juntan y potencian. Se trata, en otras palabras, de una solución que tiene –literalmente– los pies bien puestos sobre la tierra donde se da. De ahí, con seguridad, el éxito que están teniendo para retener a sus alumnos y lograr el entusiasmo de sus padres. Y de ahí también, ciertamente, que ya tengamos alrededor de 80 de ellas.
Las escuelas productoras son un derivado de la experiencia del programa Sierra Productiva, iniciativa privada que hace varios años fundó el economista Carlos Paredes con un grupo de comunidades campesinas. En estas escuelas se reserva una pequeña área para instalar las tecnologías del programa. Ahí un ‘yachachik’ (campesino que conoce las tecnologías) enseña a profesores y alumnos cómo instalar un pequeño reservorio, riego por aspersión o por goteo; cómo sembrar un huerto de hortalizas; cómo cultivar para el ganado; cómo criar animales menores; y otras habilidades productivas.
Los efectos son extraordinarios. Para comenzar, la escuela cobra realidad. Se convierte en un centro de irradiación de conocimiento útil. Los estudiantes aprenden instrumentos prácticos para su desarrollo y el de sus familias, y transmiten a sus padres lo aprendido. Los propios padres se interesan y acuden a la escuela a aprender junto con sus hijos. La comunidad educativa se fortalece y el colegio se convierte, así, en un eje de desarrollo de la comunidad. Por otro lado, los profesores encuentran las condiciones para desarrollar su creatividad. Aprovechan las tecnologías como material didáctico para facilitar la comprensión de la mayoría de las materias del currículo (de hecho, los manuales de las 12 tecnologías con que operan las escuelas enlazan con todas las materias del currículo). Así, por ejemplo, las matemáticas se usan para los cálculos que requiere la instalación de las antes mencionadas tecnologías. Carlos Paredes cuenta que en Vinchos, Ayacucho, un profesor aprovechó el techado de un fitotoldo para que los estudiantes comprendan el teorema de Pitágoras como jamás habían logrado hacerlo. También se aprende a escribir y a pensar de manera práctica: relatando por escrito, por ejemplo, informes de avances, o describiendo sus experiencias. No solo eso. En las escuelas productoras los estudiantes ven de una manera muy concreta los beneficios del valor que generan con su producción, organizando ferias y vendiendo sus productos. Un proceso en el que también aplican las matemáticas y adquieren rudimentos de administración y economía. Quienes egresan de las escuelas productoras suelen tener asegurado un autoempleo en actividades productivas, o pasan a estudiar carreras técnicas en institutos tecnológicos y universidades. Las escuelas productoras, en fin, están demostrando ser un camino muy eficaz para revivir a nuestras escuelas rurales, hoy normalmente abandonadas. Una manera en la que los alumnos de nuestra sierra aprenden, sí, pero al mismo tiempo en que, por un lado, se les muestra de forma insuperablemente concreta para qué les servirán todos esos conocimientos; mientras que, por el otro, se les posibilita mejorar su calidad de vida –y las de sus familias– mientras estudian. Un modelo, sin duda, que debe apoyarse y reproducirse sin cesar.