En los últimos días, Martín Vizcarra ha dado señales de qué podemos esperar de su gobierno en el 2019. Por un lado, su mensaje a la nación anunciando la secuela de la reforma política es un signo de que la lucha anticorrupción seguirá siendo el caballito de batalla del Ejecutivo. Por otro, los cambios en el Gabinete Ministerial parecen dar una señal clara de que, en materia laboral, el gobierno no piensa hacer grandes cambios.
¿Se puede hacer una buena gestión sin atacar uno de los principales problemas del país, la informalidad? Hasta hace poco creía que no, pero Vizcarra me ha hecho cambiar de opinión. Creo que no le queda otra que mantener el statu quo laboral o hacer cambios mínimos.
La informalidad en el país es un problema enorme. Que más del 70% de la PEA esté fuera del mundo formal afecta la calidad de vida de los ciudadanos, la institucionalidad, las posibilidades de desarrollo y competitividad, etc. Es un tema que se tiene que solucionar. Hay dos grandes caminos para hacerlo (pido disculpas a mis amigos economistas por la simplificación): en el corto y mediano plazo, flexibilizar la regulación laboral para que más personas puedan ser incluidas en las empresas que ya están en el mundo formal. En el largo plazo, invertir en educación y capacitación para hacer a las personas informales más competitivas.
El problema es que hacer una reforma que implique flexibilizar tiene un alto costo político, tal como lo demostró la ‘ley pulpín’. Si Vizcarra impulsa una política de este tipo, su popularidad disminuiría. Sin partido, bancada o cuadros, el mandatario depende del apoyo popular para sobrevivir. Si contase con una desaprobación mayoritaria, a estas alturas, en esta coyuntura, probablemente ya estaría vacado. La popularidad no solo sirve para contar con el respaldo ciudadano, sino para atraer a aliados, porque uno se vuelve políticamente rentable. Salaverry, por ejemplo, no se habría acercado a Vizcarra si es que este no le permitiese estar en una mejor posición de la que le ofrece su partido actualmente.
La lucha anticorrupción de Vizcarra es, por ahora, una gesta casi quijotesca que él ha elegido llevar a cabo en solitario. Sin embargo, podría ser el chispazo inicial para el cambio cultural que necesita nuestra sociedad para dejar de normalizar las prácticas ilegales. Lo que toca ahora es que el tema se tome en serio como una política de Estado. Ello implica que, si a eso vamos a apostar todos los peruanos (en detrimento de otras políticas importantes para el país), el presidente se tiene que comprometer a promover iniciativas serias y populares, en lugar de solo lo segundo, como fue el caso de la no reelección de congresistas.
Si este gobierno no hace una reforma laboral, pero logra quitarle al peruano la percepción de que, como dice el tango, “el mundo fue y será una porquería”, el de Vizcarra pasará a la historia como uno más notable que si se flexibilizase pero mantuviese al país en la podredumbre moral a la que estamos acostumbrados.