Conocí a Javier Barreda en 2010, unos meses antes de que formara parte de un trunco intento por reformar el viejo partido en el que militaba desde su juventud. Javier, nieto de Fortunato Jara -líder sindicalista aprista elegido diputado en 1936- , era entonces un promisorio líder de la facción que en los predios políticos se denominó “los cuarentones”. También era viceministro de Trabajo y mostraba orgulloso su faceta de político con sustento técnico.
Los años acrecentaron la amistad y las tertulias. Supe en ellas que Javier era un guadalupano orgulloso; que siendo estudiante de sociología en la PUCP era una minoría política; que se mantuvo aprista en los ochenta, un desafío mayor sin duda, dado el fallido gobierno de Alan García. Discrepaba con él sobre la valoración del lustro 2006-2011, la segunda ocasión en que García ocupó la presidencia.
Entre 2011 y 2016, Javier parecía un político activo en receso, valga la contradicción. La poca presencia de su partido en el debate nacional lo alejaba de los temas de fondo. En tanto, se abocaba a un esfuerzo por abrir su partido, a través conversatorios sabatinos en los que jóvenes apristas escuchaban a especialistas invitados.
Fueron también los años en que se dedicó a escribir. Su libro “1987. Los límites de la voluntad política” -basado en su tesis de licenciatura- narra los entretelones del fallido intento de estatización de la banca.
Su sólido ensayo sobre el utópico gobierno de Víctor Raúl Haya de la Torre formó parte también de la exitosa compilación “Contra-historia del Perú”, compilado por Eduardo Dargent y José Ragas, una serie de textos contrafácticos sobre el país.
La campaña del 2016, su tercer intento de llegar al Congreso, empezó a mostrarle las ingratitudes de la política. La controvertida expulsión de su partido de toda la vida, donde una licencia hubiera sido el punto justo, terminó de mostrar los sinsabores de una actividad a la que le dedicó gran parte de su vida.
Su breve gestión como Ministro de Trabajo, entre enero y abril de 2018 le dio el espacio para lucir sus dotes de gestor público. En los descuentos del gobierno de Pedro Pablo Kuczynski pudo lograr el aumento del sueldo mínimo, algo de lo que se enorgullecía, quizás teniendo en mente a su abuelo.
Aunque la política suele causar desórdenes familiares, Javier tuvo en casa un sólido pilar sobre en el que apoyarse. El bello núcleo familiar que forjó junto a su esposa Martha y sus hijos Javier y Diego será el grato recuerdo de una vida que, como todas, tuvo puntos altos y bajos y que, sobre todo, entendía la política como lo que muchas veces se olvida: un servicio.
Las primeras horas del lunes 3 de junio, un súbito paro cardiaco terminó tempranamente con sus días. Su presencia perdurará. Porque, parafraseando una arenga propia de Alfonso Ugarte, cuando un amigo muere, nunca muere.