Concluido el plazo de presentación de las listas que competirán en los comicios congresales del 26 de enero, el margen para mirar con optimismo este proceso es bajo y quizá más escaso aún el interés que viene despertando en la ciudadanía.
Por el lado del proceso mismo, es preocupante el constante debate sobre las reglas de juego que deben gobernarlo. Inicialmente, este giró en torno a si debían aplicarse las reformas políticas aprobadas a duras penas por el extinto Parlamento. Luego, con un tufillo a intromisión por parte del Ejecutivo, respecto de si los congresistas que lo integraron podían postular para completar sus mandatos, controversia resuelta algo tardía y reticentemente –si bien con autonomía– por el pleno del Jurado Nacional de Elecciones (JNE).
Superados estos problemas, ahora los jurados electorales especiales contribuyen con sendos granos de arena a generar incertidumbre, interpretando antojadizamente que los integrantes de la Comisión Permanente que participan en los comicios debieron pedir licencias a esta instancia, a pesar de que nunca se exigió algo similar a los congresistas que tentaban la reelección (antes de que esta fuera absurdamente prohibida) y, asimismo, poniendo en cuestión la inscripción de candidatos invitados por los partidos políticos al privilegiar criterios formalistas en relación con los plazos para su designación en estas organizaciones.
En general, solo 1 de las 22 agrupaciones políticas logró que sus listas superen sin objeciones iniciales los filtros de los jurados especiales, lo que sin duda revela mucho sobre la precariedad e improvisación de nuestros partidos, pero también del excesivo formalismo de las autoridades electorales.
Si el sistema electoral agrega confusión cuando su función es ofrecer predictibilidad y estabilidad, por el lado de los partidos políticos parece que las lecciones no han sido aprendidas. No se trata únicamente de improvisación en relación con el cumplimiento de los procedimientos aplicables, sino –en una interpretación benigna– para filtrar de sus listas a personas cuya historia con la justicia (en particular la penal) debiera ser causa suficiente de descalificación para ocupar un cargo público. A modo de ejemplo, solo en Lima Metropolitana y Callao, según consigna una nota de los periodistas Martin Hidalgo y Jonathan Castro publicada por este Diario, existen 32 candidatos repartidos en 14 listas que registran sentencias condenatorias en lo penal y civil.
Ello, para no hablar de los antecedentes políticos de una serie de candidatos –varios ocupando lugares privilegiados en sus nóminas– que buscan hacer de la gratuita confrontación con el Ejecutivo sus lemas de campaña. No sorprende, en esta línea, que casi la mitad de la ciudadanía, según revela la encuesta de noviembre de Ipsos, opte por “ninguno” o “no sabe” al momento de declarar cuáles son sus preferencias electorales y que ningún partido logre consolidar una intención de voto significativa.
Una campaña, en suma, hasta el momento opaca. Queda pendiente ver, sin embargo, los efectos que sobre la misma puedan tener la reciente liberación de Keiko Fujimori y las revelaciones sobre aportes de campaña por parte de los principales grupos empresariales del país.