La Ley de Delitos Informáticos promulgada por el gobierno no comete el error del proyecto anterior, que penalizaba la difusión de información obtenida ilegalmente, lo que podía convertirse en una mordaza para la prensa en casos de interés público. Sin embargo, sí ha hecho la descripción de varios delitos en un lenguaje desconcertantemente abierto y general, como para que pueda entrar en ellos casi cualquier conducta, según el gusto –¿y los intereses?– de las autoridades de las que se trate.
No sabemos si estas vaguedades han sido casuales. Pero no nos queda duda de que son peligrosas. Ciertamente, peligrosas para la prensa y, por lo tanto, para las posibilidades de la ciudadanía de oír denuncias y críticas sobre el poder. De forma más concreta, en el cajón de sastre que el artículo 6 de la flamante ley abre puede meterse con demasiada facilidad casi cualquier tipo de actividad periodística.
Veamos lo que dice el supuesto penalizado por el artículo en cuestión: “El que, crea, ingresa, o utiliza indebidamente una base de datos sobre una persona natural o jurídica […] para comercializar; traficar, vender, promover, favorecer o facilitar información relativa a cualquier ámbito de la esfera personal, familiar, patrimonial, laboral, financiera u otro de naturaleza análoga, creando o no perjuicio…”. Como se ve, se está incluyendo cualquier uso no previamente autorizado de cualquier tipo de base de datos. No se sabe si esta autorización debe ser expresa o no. Todo dato que uno obtenga de cualquier fuente publicada en la web bastaría para hacerlo incurrir en este delito (y recibir de 3 a 5 años de cárcel). No se nos ocurre, en realidad, ningún tipo de investigación periodística que no podría caer en este tipo penal. De hecho, citar cualquier dato extraído de cualquier página de una entidad estatal podría suponer cometer este delito. Es decir, adiós a la famosa transparencia.
Por lo demás, la prensa no es la única a la que esta nueva ley puede servir como espada de Damocles. Hay otros artículos redactados de una manera igualmente vaga que podrían ser usados contra cualquiera al que se quiera reprimir o castigar, por el motivo que sea. El artículo 3, por ejemplo, permitiría que quien introduzca o borre el tipo de archivo que sea en una computadora pueda terminar preso seis años (“El que, a través de las tecnologías de la información o de la comunicación, introduce, borra, deteriora, altera, suprime o hace inaccesibles datos informáticos…”). De hecho, como se ve, la literalidad de la norma incluye hasta cualquier cambio que uno pueda hacer a un documento de Word de su propia computadora.
Otro ejemplo es la modificación que hace la nueva ley del artículo 323 del Código Penal. Este artículo sanciona a quienes discriminan a terceros por “motivo racial, religioso, sexual, de factor genético, filiación, edad, discapacidad, idioma, identidad étnica y cultural, indumentaria, opinión política o de cualquier índole, o condición económica, con el objeto de anular o menoscabar el reconocimiento, goce o ejercicio de los derechos de la persona”. La modificación hace que esta sanción también se aplique si esta discriminación “se realiza a través de las tecnologías de la información o de la comunicación”. Con lo que, obviamente, se está posibilitando el establecimiento de un delito de opinión. Cualquier comentario en Facebook o en el Twitter o en un blog que exprese una opinión sobre alguno de los mencionados temas y que pueda ser considerado discriminatorio podría acabar con su autor en la cárcel.
Las leyes que sirven a la sociedad son las que tienen límites claros: trazan a la vez las rayas que la ciudadanía no podrá cruzar y las garantías que la autoridad no podrá olvidar. Las leyes, en cambio, que están totalmente sujetas a interpretaciones sirven solo a su intérprete final (cuya identidad nunca es segura en los países donde las divisiones de poderes no son claras) y a lo que él quiera hacer, por el motivo que fuese, con quien tenga al frente.