Viendo bien las cosas, no puede negarse que Alejandro Toledo sí ha mostrado consistencia en las sucesivas y diversas explicaciones que ha dado en torno al escándalo destapado por las millonarias compras de su suegra en Lima: ninguna ha sido verdad.
No era verdad que el dinero provenía de fondos privados de su suegra (ni de indemnizaciones por el holocausto, ni de herencias de cónyuges ricos). No era verdad que ella iba a vivir en la casa. No era verdad lo de la hipoteca. No era verdad que ni él ni su esposa habían intervenido en las compras. No era verdad que él no había estado en Costa Rica con motivo de la constitución de la sociedad –Ecoteva– por la que se terminó de canalizar el dinero. Es más, tampoco era verdad que no había tenido que ver con esta constitución. La lista, en fin, es interminable.
A veces los desmentidos han sido hechos por él mismo (incluso en vivo y en directo). Y a veces han sido hechos por terceros, como en las recientes declaraciones del abogado costarricense que constituyó Ecoteva, en las que afirma que hizo la constitución a pedido directo del ex presidente. El hecho es que no ha habido una sola de sus explicaciones que haya quedado en pie.
Así, a estas alturas existen muy pocas dudas legítimas de que el ex presidente haya sido quien estuvo detrás de la inversión de los US$4,6 millones. Una inversión que intentó oscurecer por medio de un entramado de sociedades y terceras personas que ya solo parecen estar sirviendo para mostrar que, mientras actuaba, poseía clara conciencia de tener mucho que ocultar.
Alejandro Toledo debe ser investigado, y debe ser investigado también por el Congreso, públicamente y bajo el escrutinio de la prensa. Su caso no debe ser ahondado solo en la privacidad del Ministerio Público (MP), como lo han pretendido astutamente sus congresistas y su aún socio político el presidente de la República. Dicho sea con el mayor respeto por los muchos fiscales probos que tenemos, si este asunto es investigado exclusivamente en el MP no sería nada nuevo que un buen día de acá a unos meses nos enteremos de que el expediente ha sido archivado por algún tecnicismo que nadie acabará de entender bien. No somos aún un país de instituciones sólidas ni que hayan demostrado particular impermeabilidad a las presiones políticas. Al menos cuando se trata de personas poderosas, la justicia en el Perú ve sus posibilidades multiplicadas si funciona bajo la mirada de la opinión pública.
Por otro lado, no es solo para disminuir las posibilidades de una investigación irregular que el Caso Toledo debe ser investigado en sesiones públicas por el Congreso. Pocas cosas socavan más a la democracia ante la ciudadanía que las sospechas de corrupción sobre sus líderes. ¿O alguien ha olvidado lo que se decía por todos lados de los “políticos tradicionales” en los tiempos del 5 de abril? Justamente por ello, la democracia tiene que poder demostrar frente al público que sabe reaccionar ante los indicios de corrupción, sea para descartarlos, sea para comprobarlos y sancionarlos. Es decir, tiene que poder hacer todo lo contrario de lo que de varias burdas maneras vienen intentando –aunque obstaculizadas por la creciente presión de la opinión pública– las bancadas del partido de gobierno y del mismo Toledo para blindarlo en el Congreso.
Finalmente, hay una razón más por la que una investigación del Congreso paralela a una del MP no supone una duplicación de funciones. Existen sanciones típicamente políticas, como la que supondría una condena de todas las fuerzas de representación, que solo el Congreso puede dar y que tienen una importancia específica por su simbología democrática.
En el 2001, Alejandro Toledo lideró un movimiento que coadyuvó a restaurar la democracia en el Perú. Ello lo convirtió, de alguna manera y pese a todo, en un símbolo de la causa democrática en el país. La misma causa que hoy exige que se investiguen a fondo en el máximo órgano de representación del país y frente a la ciudadanía las muy poderosas sospechas que sus actos han levantado sobre él.