Hace un par de días el presidente aprovechó su visita a Tailandia para confesar un sueño que, según él mismo precisó, mantenía escondido hasta hoy. Emocionado, el señor Humala declaró a la prensa: “Tengo la ambición, ya no secreta, pues la voy a decir ahora, de que antes de finalizar mi gobierno, ver la posibilidad de crear el ministerio de la ciencia y la tecnología”. Esa sería además, de acuerdo al presidente, su manera de “apostar por la educación”.
A pesar de que el señor Humala dice haber mantenido en secreto dicha ambición, lo cierto es que no es la primera vez en este gobierno que escuchamos la idea de que, para fomentar la tecnología, la innovación y la educación, es necesario crear un ministerio. Esta idea, sin embargo, esconde un misterio que sus impulsores nunca han revelado: ¿cómo el Estado –la institución más burocrática y menos innovadora de nuestra sociedad– se va a convertir repentinamente en un director e impulsor de la más explosiva creatividad?
Una prueba de que la supuesta falta de innovación (y casi ningún otro problema) no se resuelve creando más burocracia es que las distintas entidades estatales que tienen encargado invertir en el desarrollo de la ciencia y tecnología son incapaces de gastar adecuadamente el presupuesto asignado para estos efectos. Por ejemplo, de los S/.2.156 millones que han recibido las universidades estatales por concepto de canon entre el 2004 y el 2012 para inversiones en investigación científica, el 65% no ha sido utilizado. Más aun, a pesar de la importante suma anual que reciben para este fin las universidades, es exótico que logren desarrollar una patente exitosa. Incluso, no faltan casos tristemente increíbles como el de la Universidad Nacional del Altiplano, que malgastaba esos recursos para financiar un restaurante de pollo a la brasa, bajo el argumento de que así realizaba investigación.
Pero la idea del ministerio de ciencia y tecnología no solo se enfrenta a la ineficiencia del Estado Peruano. Además, se estrella contra otro insalvable problema: ningún funcionario ministerial tendría cómo saber qué tipo de iniciativas de investigación valdría la pena financiar. ¿Cómo sabría el burócrata, por ejemplo, si destinar recursos públicos a mejorar el sistema de riego de la chirimoya, el desarrollo de un combustible alternativo o una mejora genética para que el cuy nazca más gordo?
La verdad es que, a priori, ni el burócrata ni nadie tiene cómo saberlo. Solo es posible saber qué innovación es más valiosa una vez que la misma ha demostrado en el mercado ser valorada por los consumidores. Antes de ello, el funcionario que decide invertir en cualquier sector tendría la misma certeza que tienen los niños cuando juegan “ponle la cola al burro”. Por eso, el riesgo de invertir en innovación debe quedar en manos privadas y los recursos de los contribuyentes deben destinarse a finalidades que, sin duda alguna, el país sí necesita. Por ejemplo, el desarrollo de infraestructura, el equipamiento de la policía o la implementación de programas efectivos de alivio para la pobreza extrema.
En ese mismo sentido, el presidente debería tener la amabilidad de, antes de pedir a los contribuyentes que financiemos un nuevo ministerio, hacer que los que actualmente existen funcionen bien. De hecho, en lo que va del gobierno, por citar un caso, el Ministerio de Educación no ha logrado ninguna mejora significativa y evidente en la calidad educativa. Y mientras el Estado sea incapaz de cumplir adecuadamente las funciones que tiene asignadas, cualquier anuncio grandilocuente sobre la creación de una megaburocracia seguirá siendo, en el mejor de los casos, un espectáculo de fuegos artificiales que solo nos distraerá de manera momentánea de la ineficiencia en la que el sector público se encuentra sumido.
En todo caso, si el Estado quiere incentivar la innovación, podría empezar por reducir la alta presión tributaria, la rigidez de la regulación laboral o las barreras burocráticas que impiden que muchos emprendedores lleven al mercado una innovadora idea. Para empezar a ayudar, a fin de cuentas, siempre hay que empezar por no estorbar.