El fallo de la Corte Internacional de Justicia sobre la diferencia limítrofe entre Chile y el Perú ha sido postergado y eso ha dado pie a que se oigan algunas voces deseosas acaso de hacer sentir presión a la corte y, quién sabe, de mantener también despierto un nacionalismo irracional.
Los peruanos debemos conservar la actitud que hasta hoy hemos venido mostrando sobre el tema, al igual que lo han venido haciendo, en efecto, el Estado chileno y su sociedad civil (y vale remarcar que, en ambos países, las voces que han sugerido un comportamiento distinto han sido excepcionales y, más bien, excéntricas). Nos referimos a una actitud coherente con el compromiso que asumimos cuando aceptamos la competencia de la corte para resolver de manera imparcial nuestros asuntos internacionales. Un compromiso, por cierto, que al haber sido en su momento firmado también por Chile vuelve igualmente voluntaria su presencia en el proceso ante La Haya.
Esta actitud de reconocimiento al pacto que firmamos para someternos a la jurisdicción de la corte –que es, además, la que corresponde a un Estado civilizado– supone también desde luego que ambas naciones estemos dispuestas a aceptar lo que esta decida según su interpretación del derecho internacional, favorezca o no ese resultado a nuestros intereses. Es, en ese sentido, una buena noticia que las más altas autoridades de ambos estados hayan reiterado numerosas veces su sometimiento a lo que diga la corte.
Por lo demás, sea cual fuese el resultado de lo resuelto en La Haya, será favorable a un interés que ambos países tenemos en común, como es el de terminar de pasar la última página de discrepancias que hay en nuestra historia y poder concentrarnos de ahí en adelante en construir juntos y con mayor energía los diversos aspectos de una relación que ya es robusta tanto en el ámbito comercial como cultural.
En efecto, para finales del 2012 el intercambio comercial entre nuestros países ascendió a US$ 3.885 millones (con lo que ha alcanzado además un incremento anual promedio de 14,8% desde el año 2003), siendo el Perú el octavo socio comercial más importante de Chile y ocupando el país sureño el noveno puesto en el ránking de los destinos de nuestras exportaciones. Asimismo, durante el año pasado llegaron a ser 2.237 las empresas chilenas que importaron productos peruanos (compraron 2.001 productos distintos) y la inversión extranjera directa entre ambos países registró un stock acumulado de US$9.550 millones. Y a esto hay que sumar el importante paso que han dado nuestras dos naciones, junto con Colombia y México, al formar la Alianza del Pacífico, una zona de libre comercio que agrupa a las cuatro economías de mayor crecimiento en Latinoamérica y cuyas exportaciones suman la mitad del total de las exportaciones de la veintena de países del subcontinente. Todos estos no son más que algunos ejemplos de cómo Chile y el Perú son mucho más fuertes cuando están juntos que cuando están separados.
No hay que pasar por alto, asimismo, la manera en la que en los últimos años ha crecido la migración entre nuestras naciones, lográndose con ella estrechar los vínculos culturales que cada vez las hermanan más. De hecho, según el censo 2012 realizado por el Instituto Nacional de Estadísticas de Chile, la mayoría de sus inmigrantes residentes resultan ser peruanos: 103.624 compatriotas viven en Chile, lo que equivale al 30,5% del total de sus residentes. Y en el caso de nuestro país sucede algo similar: según la superintendencia nacional de migraciones, el mayor flujo migratorio desde 2010 proviene de Chile y Ecuador.
Si hasta el fallo, y luego de él, ambas naciones seguimos mostrando la actitud madura y congruente que a la fecha –más allá de unas pocas voces disonantes– hemos venido mostrando, no tenemos duda de que estos vínculos se volverán cada vez más estrechos y mutuamente fructíferos. Después de todo, como ya hemos dicho otras veces, si este es el caso, Chile y el Perú nos habremos dado las mejores muestras en nuestra historia en común de que podemos confiar el uno en el otro.