El presidente del Consejo de Ministros, Juan Jiménez, ha confesado que el Gobierno no tiene aún una posición sobre el cuestionado proyecto de ley universitaria que está elaborando la Comisión de Educación del Congreso. Sin embargo, ha anunciado que convocará a los estudiantes universitarios a dialogar sobre el tema y a elaborar un proyecto de ley junto con ellos. Esto, dado que, según ha revelado el señor Jiménez, el Ejecutivo está haciendo “un gobierno con los jóvenes”. Podemos imaginar qué proyecto saldrá de un gobierno que no sabe lo que quiere en el tema.
En realidad, es vergonzoso que el Ejecutivo no tenga una posición sobre el antes mencionado proyecto de ley del Congreso. Rechazarlo tendría que ser una cuestión de principios. Se trata después de todo de un proyecto, al menos como está a la fecha, que expropia en la práctica el control de las universidades privadas a sus dueños – y el de las públicas a sus asambleas– y pone en manos de la burocracia estatal los asuntos más esenciales del manejo universitario. Lo que es más, el proyecto podría resultar en una uniformización de la oferta de universidades en el país que repercutiría, como toda reducción de la oferta de un bien, en detrimento del consumidor (los estudiantes y sus padres).
En efecto, conforme al proyecto, por ejemplo, las universidades ya no podrán definir sus procesos de admisión sino que tendrán que sujetarse a un concurso único nacional. Al mismo tiempo, sus planes de estudios podrán ser rechazados si es que la superintendencia que se crearía para el efecto considera que no están “de acuerdo a las necesidades nacionales y regionales”. Además, las universidades privadas ya no tendrán libertad para establecer su propio sistema de gobierno ni para renovar por un período consecutivo el mandato de rectores y vicerrectores que hayan hecho un buen trabajo. Por otro lado, se forzará a las universidades a que al menos el 30% de su plana docente sea a tiempo completo, desconociendo que en muchas de las mejores universidades del país los docentes más destacados dictan solo a tiempo parcial.
El proyecto de ley interviene también en una serie de otras decisiones internas como el porcentaje mínimo del presupuesto anual que las universidades privadas deben invertir en investigación y en responsabilidad social. Incluso, en una disposición que se podría considerar confiscatoria, el proyecto obliga a que en las universidades privadas se instale una “asamblea estatutaria” en la que los propietarios o promotores tendrían una participación ínfima, para que redacte nuevos estatutos, cambiando aquellos establecidos por sus fundadores (y por lo tanto su actual organización y visión de la enseñanza).
Muchas de las disposiciones de este proyecto son tan intervencionistas que hasta prestan cierta credibilidad a las versiones que han circulado hablando de una intención política de tomar el control de ciertas universidades que hoy están en manos de algunas connotadas figuras de partidos de la oposición. En cualquier caso, si el proyecto es bien intencionado y lo que busca es – como dice– mejorar la calidad de la enseñanza universitaria en el país, que en muchos casos es efectivamente desastrosa, el remedio puede resultar peor que la enfermedad. Ciertamente, lo será en tanto que supone violentar también a las universidades que sí forman profesionales competentes. Pero tampoco se puede esperar que haga mucho por las malas, limitando la competencia que hoy tienen que enfrentar, por un lado, y, por el otro, poniéndolas en las manos de la misma burocracia que ha hecho de nuestra educación escolar pública lo que hasta la fecha es: una de las peores de nuestro continente.
Si el Gobierno quiere hacer algo para mejorar sustancialmente la calidad de la educación superior, podría tomar una medida mucho más simple y eficiente: poner en manos de los usuarios la información acerca del porcentaje de los egresados de las carreras de cada universidad que está trabajando en un puesto afín a la carrera que estudió, e impulsar un buen sistema de acreditación y certificación –con acreditadoras internacionales y no solo con la del Estado– que permita saber qué carreras de qué universidades reúnen estándares de calidad. Así el Estado se aseguraría de que sean los propios interesados los que escojan el tipo de universidades en las que quieren estudiar, en lugar de intentar imponerlas desde arriba, y un arriba que, por lo demás, ya ha producido demasiada educación de baja calidad.