La gran mayoría de constitucionalistas considera inconstitucional la disolución del Congreso, y en esa misma línea debería pronunciarse el Tribunal Constitucional (TC) si fuera coherente con su sentencia del año pasado sobre la cuestión de confianza.
El meollo del argumento de la demanda competencial es que el Ejecutivo no puede plantear cuestión de confianza “para impedir que el Congreso ejerza competencias que la Constitución le asigna exclusiva y excluyentemente: seleccionar a los magistrados del TC y, en virtud de dicha atribución, elegir la modalidad de elección (por concurso o por invitación); otorgar o negar la confianza al Poder Ejecutivo a través del voto de la mayoría calificada de sus miembros; y desarrollar sus actividades de acuerdo a lo que manda su propio Reglamento” (p. 5).
Pura lógica y sentido común consistentes con lo establecido por el propio TC en su sentencia 00006-2018, cuando establece que el Ejecutivo puede plantear una cuestión de confianza de manera amplia en todo lo relativo a “los asuntos que la gestión del Ejecutivo demande” (Fundamentos 75 y 76).
Pero ya sabemos que lo que originó la disolución fue precisamente la elección de los miembros del Tribunal, algo que compete solo al Congreso. El Ejecutivo no quería perder la mayoría que tiene allí en la misma medida en que el Congreso sí quería cambiar la correlación existente. La diferencia entre ambas posturas es que el Parlamento tenía la facultad y la obligación de hacerlo, y que la elección llevaba ya 4 meses de retraso.
Con esa decisión el Ejecutivo mató dos pájaros de un tiro: cerró el Congreso y afirmó su control sobre el TC, que quedó sellado con la arbitraria decisión de no incorporar a Gonzalo Ortiz de Zevallos, elegido con 87 votos sin que la reconsideración planteada valiera según el art. 58 del Reglamento del Congreso porque fue presentada luego de la dispensa de la aprobación del acta.
El conflicto de intereses de los actuales miembros del TC es obvio: van a tener que pronunciarse sobre la interrupción autocrática de un proceso que implicaba su salida como magistrados o cuando menos el fin de la correlación interna existente. Ya sabemos qué interés ganó. Una manera descarada de proclamarlo ha sido nombrar ponente a Carlos Ramos, justamente el magistrado que había adelantado juicio impúdicamente en este tema contradiciendo la propia sentencia que él mismo había firmado tan solo un año atrás.
Puede ser iluso esperar independencia, entereza y sentido ético en la mayoría de un tribunal que parece allanada a convalidar la inconstitucionalidad. Pero no hay que perder la esperanza. El TC tiene que ser capaz de desprenderse de los alineamientos y las presiones políticas y pronunciarse de acuerdo a derecho. Pues su fallo no solo dirimirá el presente, sino que regulará el futuro. Corremos el serio riesgo de que se institucionalice el cierre del Congreso por interpretación presidencial, de modo que cualquier gobernante inescrupuloso o autoritario tendrá servida la mesa para disolver el Congreso por esa vía. En ese caso, mejor sería sincerar la institución y establecer la posibilidad de la disolución del Congreso por una sola vez sin expresión de causa, convocando inmediatamente a elecciones congresales. Eso sería más sano y menos traumático.