¿Puede un Tribunal Constitucional en cualquier parte del mundo declarar constitucional una disolución del Congreso ejecutada sin que el Congreso haya denegado expresamente la confianza –sino lo contrario– y a consecuencia de que no interrumpió de buenas a primeras un procedimiento que era de competencia exclusiva del Congreso? No, no puede. Pero en nuestro país sí, porque alrededor del 80% de la población estuvo a favor de la disolución del Congreso y hay una mayoría de tribunos inclinada al populismo jurídico.
¿Puede un juez rebajar un peaje que ha sido establecido por contrato y es cobrado por una empresa que nada tuvo que ver con hechos de corrupción, algo que compete en todo caso a un tribunal arbitral? Probablemente no, pero una encuesta reveló que el 88% de limeños está a favor de suspender el cobro de peajes y no distingue si la empresa operadora fue o no la autora de actos de colusión, y entonces el juez, impulsado por el procurador del gobierno, concede la rebaja, y el Ministerio de Justicia la festeja como conquista propia.
¿Puede un fiscal sostener que merece una pena de 19 años de cárcel y prisión preventiva por 36 meses –luego de que esta ha sido revocada por el TC– una persona que no ha sido gobierno y cuyo ‘delito’ fue haber sido candidata a la presidencia por una agrupación que recibió de importantes empresas formales aportes de campaña, cuyo origen era legal o si no lo era no se podía saber o presumir que no lo era? No podría en ningún auténtico Estado de derecho, pero en el Perú sí porque, según una encuesta reciente, el 72% de la población –alimentada todos los días por filtraciones de actos que se presentan como delitos no siéndolo– piensa que debe enfrentar el proceso judicial en prisión preventiva.
En el Perú no tenemos el sistema de jurados en los juicios penales, pero tenemos un sistema mucho más directo: la opinión pública, estimulada por los medios y medida por las encuestas. Es la justicia plebiscitaria, mediática. La justicia anticorrupción agranda los monstruos filtrando y difundiendo hechos incorrectos como si fueran delitos inconfesables. Alienta juicios populares.
Entonces el pueblo condena y los jueces no tienen sino que ejecutar. La lógica plebiscitaria bien manipulada anima todo el sistema. No solo cierra el Congreso, sino que encarcela a opositores.
Queremos una reforma institucional, judicial y política, pero los medios que usamos violentan la institucionalidad. ¿Es inevitable que así sea? ¿Puede nacer bien una nueva institucionalidad si procede de medios inválidos? ¿La lucha contra la corrupción requiere atropellar principios jurídicos para avanzar?
Hay que reconocer que la maquinaria estratégica ha funcionado muy bien. El pedido de adelanto de elecciones atizó una confrontación que ya venía muy amainada, creando el clima que permitiera la disolución de un Congreso reprobado que estaba cambiando la correlación progubernamental en el TC. Por eso, este se dio el lujo de no incorporar al único jurista elegido. La legalización de lo ilegal estuvo bien planeada.
El nuevo Congreso no parece que vaya a tener idea clara de que su misión casi única será la de dar una institucionalidad que consolide el Estado de derecho y la democracia representativa.