El presidente Martín Vizcarra piensa irse del poder en julio del 2021 con los sistemas político y judicial renovados, siquiera al 50%.
Se trata de una meta demasiado ambiciosa para haber partido prácticamente de la casualidad, de un rebrote de corrupción mayúsculo como no habíamos visto desde el 2000.
La lideresa del fujimorismo, Keiko Fujimori, aspira, más bien, en la misma fecha, a conquistar el poder, después de dos frustrados intentos, habiendo sido el último, frente a Pedro Pablo Kuczynski, tan traumático para ella que de muy poco le ha servido su ostentosa mayoría parlamentaria para reimpulsar, con resultados, su liderazgo y su nueva carrera a la presidencia.
El fujimorismo ha perdido mucho tiempo en un innecesario repliegue de rabietas y vendettas en lugar de haberlo ganado en una ofensiva legislativa reformista, en respuesta a la deuda moral y política que tiene con el país por los daños causados a la institucionalidad democrática.
Keiko Fujimori sabe que el éxito o fracaso que el presidente tenga en su apuesta de cambios va a estar amarrado al éxito y fracaso suyos. No tiene otra salida que propiciar el apoyo de su bancada a las reformas, seguramente con las observaciones y enmiendas que estas merezcan. Bloquearlas supondría un serio revés para Vizcarra y el país, pero un doble daño para el liderazgo y los planes electorales del propio fujimorismo.
Metafóricamente, Vizcarra y Keiko Fujimori están llamados a alcanzar la otra orilla del río, la del 2021, como si fuese el Marañón, a través del único puente colgante a la vista: el del Congreso. No es un puente que vaya a caerse para luego ser recogido y rearmado.
El puente del Congreso es de soga trenzada al azar y madera de escasa resistencia, con nudos y clavos por aflojarse al primer zamacón. Es un puente a riesgo de deshacerse en el aire. Alberto Fujimori no tuvo problema en disolverlo rápidamente con el autogolpe de 1992.
Vizcarra no puede pretender armar un pugilato a mitad de este fragilísimo puente con quienes, precisamente, más allá de desacuerdos profundos, tendría que analizar, debatir y consensuar todos y cada uno de los capítulos de las reformas planteadas por él.
Vizcarra parece padecer de ‘kuczynskismo’; es decir, de la tendencia a confrontar suicidamente con el fujimorismo, más desde el impulso de sus asesores que del propio. Y hacer de esa confrontación el comienzo, medio y fin de su quehacer político, cuando no solo podría tener dos o tres diálogos continuos con Keiko Fujimori (sin tenerlos que negar) y con líderes políticos en carrera como César Acuña, Alfredo Barnechea, Alan García, Julio Guzmán y Verónika Mendoza, que aspiran a sucederlo en el Gobierno.
El puente colgante del Congreso no está para más confrontaciones. Lo pasan Vizcarra y Keiko Fujimori con las reformas política y judicial debidamente concertadas o ninguno de ellos y ninguna reforma llegan a la otra orilla. El puente no habrá servido para nada.