Era la mañana del 6 de abril de 1992. El general del Ejército, en situación de retiro, Luis Soriano Morgan, aterrizaba en el aeropuerto de Panamá para un viaje de negocios. Habían pasado no menos de cuatro meses desde que lo invitaron a poner fin a su carrera de más de treinta años en las Fuerzas Armadas. Su visita respondía a un deseo personal de emprender una nueva vida. Buscaba iniciar una empresa. Pero una noticia en la recepción de la sede del banco francés donde se presentó esa mañana lo dejó helado.No eran tiempos en lo que uno se podía enterar lo que sucedía en el mundo desde un celular. Una funcionaria de aquel banco le mostró la portada de un periódico panameño que informaba que el entonces presidente Alberto Fujimori había dado un golpe de Estado. Se había “disuelto” el Congreso, el Poder Judicial y otras instituciones como el Tribunal Constitucional y el Ministerio Público. La funcionaria, horas después, le dijo que, en vista que en Perú se había iniciado una dictadura, desde Francia llegó una orden que no podían hacer negocios con peruanos.Al día siguiente, el general Soriano, aún impactado, tomó un vuelo de regreso a Lima. Pero antes, se comunicó por teléfono con su camarada de toda la vida, el general del Ejército, también en situación de retiro, Jaime Salinas Sedó. Ambos tuvieron una charla larga, consternados, por lo que había ocurrido en el Perú en las últimas 24 horas. Salinas Sedó y Soriano fueron testigos de los golpes de Juan Velasco Alvarado en 1968 y de Francisco Morales Bermúdez en 1975. Los ex generales, convertidos en civiles, compartían la convicción de que no debía haber nunca más otro golpe de Estado en el país.
Si bien en esa primera comunicación no se decidió que la solución era derrocar al régimen de Fujimori, bien podría ser el preludio de lo que comenzó a gestarse meses después. Para Salinas y Soriano, Vladimiro Montesinos, la mente maestra detrás del autogolpe, no era ningún desconocido. Ellos habían tenido al ex asesor como estudiante en la Escuela Militar de Chorrillos. Sabían muy bien el perfil indisciplinado y la ambición desmesurada que revelaba el joven cadete. Entonces, comenzaron a convocar a otros oficiales, algunos en actividad y otros retirados, para ver la forma de revertir lo que había ocurrido.El resto es historia. Al mando de Salinas, se reclutó a un importante grupo de oficiales del Ejército, Fuerza Aérea y la Marina. Solo en el Ejército participaron más de 50 militares, recuerda el general Soriano. La operación era clara: la madrugada del 13 de noviembre de 1992 iban a capturar a Fujimori y al entonces jefe del Ejército Nicolás Hermoza Ríos y “neutralizar” a Montesinos. El objetivo: entregarle la banda presidencial, ese mismo día, al otrora vicepresidente Máximo San Román. Todo ello, al amparo de la Constitución de 1979, que decía, en su artículo 82, que nadie le debía obediencia a un gobierno usurpador y, por tanto, reconocía el derecho a la insurgencia.
—Traición y encierro—Todo marchaba de acuerdo al plan. Los oficiales, algunos de ellos desplegados en Lima, esperaban la orden. Pero la noche del 12 de noviembre aparecieron los primeros problemas. Una de las alertas provino de un oficial que había ido, horas antes, a la División Blindada del Ejército en el Rímac y encontró a los comandos reunidos de emergencia. Se trataba de un hecho sospechoso por la que no convenía correr riesgos innecesarios. Decidieron posponer la acción. Los insurgentes demócratas llamaron al vicepresidente San Román, desde el centro de operaciones que tenían en Surquillo, en la cuadra 44 de la avenida República de Panamá. Era la una de la madrugada. Le informaron que habían cancelado el levantamiento. Ese día en el local habían más de 100 uniformados. La mayoría se fue a sus casas.Tiempo después se supo que hubo más de una filtración que llegó a los oídos de Montesinos y Hermoza Ríos. Los oficiales habían sido traicionados. En paralelo, Fujimori era llevado a la Embajada de Japón en Lima para buscar refugio. Mientras tanto, se ordenó la inmediata detención de los conspiradores liderados por Salinas Sedó.De esa noche han pasado casi 25 años. Salinas Sedó y su grupo de oficiales, entre ellos el general Soriano, fueron detenidos sin orden judicial por militares que los siguieron por Lima disparando al aire. Se les encerró y prohibió cualquier tipo de comunicación, algunos hasta por 15 días. Algunos de ellos fueron torturados.
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En marzo de 1993, el Tribunal Militar condenó a los oficiales a ocho años por delitos como rebelión y hasta intento de homicidio contra Fujimori. Primero fueron llevados al penal de Castro Castro, donde estuvieron encerrados junto a condenados por terrorismo. Luego fueron llevados a la prisión del Real Felipe hasta junio de 1995. A raíz de una la Ley de Amnistía publicada ese año, que buscaba, entre otras cosas, beneficiar al Grupo Colina, los integrantes del 13 de noviembre fueron liberados. Pero su proceso seguía en los tribunales. “Se nos destuvo sin orden de juez, se nos juzgó sin acusación fiscal, en base a un expediente preparado en el SIN (de Montesinos)”, recuerda el general Soriano, casi 25 años después, en diálogo con El Comercio. Hoy la lucha de los militares que se opusieron al autogolpe es otra. En octubre del 2010, el Tribunal Militar declaró “extinguida la acción penal por haber operado la prescripción”. Los oficiales afirman que permitir que su juicio termine bajo esa condición sería reconocer que cometieron algún delito. “Causa indignación que el Tribunal Militar reitere, después de casi veinte años, que somos culpables del delito de rebelión”, escribió por entonces el general Jaime Salinas Sedó. El pasado 6 de julio, el general Soriano, en representación de sus colegas de armas, presentó un recurso apelando a su derecho de “renunciar a la prescripción” contra la sentencia del 2010. Y exige que el caso sea, mas bien, archivado de manera definitiva y se les repare “por los daños que se nos infligió y la saña con que se procedió”. El Tribunal todavía no ha fijado fecha para resolver la causa.
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