El fiscal de la Nación, Pedro Chávarry, se ha convertido en blanco de lo que puede llamarse indignación ciudadana, irritación social o histeria colectiva, según el cristal con que se mire el fenómeno.
Pero el hecho de que el poder y funciones de Chávarry sean claramente insostenibles no quiere decir que sean insostenibles los procedimientos constitucionales para proceder respecto a las acusaciones que pesan sobre él.
El Congreso reúne a plenitud esos procedimientos constitucionales, para precisamente alejar a nuestro Estado de derecho del linchamiento inquisitorial y aproximarlo a un manejo civilizado de la lucha anticorrupción con fines y medios, sin duda severos, pero no antidemocráticos y menos irracionales.
Chávarry debió apartarse hace rato de su cargo y evitar confrontar con los fiscales Vela y Pérez. Estos, pese a sus sesgos y veleidades mediáticas, desempeñan un trabajo que demanda estricta autonomía jurisdiccional. Tan desacertada fue la decisión de Chávarry de reemplazarlos (para luego reponerlos) como destemplada y arrogante la reacción de estos al desafiarlo desde sus posiciones subalternas. Vela y Pérez sabían que su apelación no solo era justa, sino que tendría una respuesta favorable. La persecución del delito no es un trabajo como el de la defensoría, que necesita de la opinión pública para validarse.
Ir por Chávarry y sacarlo como un bulto de sus oficinas del Ministerio Público viene a ser, desde hace tiempo, un febril afán cotidiano para muchos, y una zanja en el camino para el presidente Martín Vizcarra, como la de plantear, mediante un proyecto de ley, la declaratoria en emergencia de ese organismo. Una solapada intervención en otro poder del Estado constitucionalmente autónomo.
Así, la tan proclamada existencia de una clara separación de poderes en el sistema democrático peruano frente a las denuncias de supuesta persecución política a opositores del régimen corre hoy el riesgo de perder contenido, fuerza y legitimidad, en circunstancias en que esa separación de poderes tiene que ser puesta a prueba ya no fuera, sino en el interior del país.
Este columnista fue el primero en destacar los gestos de jefe del Estado de un Vizcarra recién acomodado en su asiento presidencial. Desear ser reconocido como tal y ponerse por encima de los demás poderes, con respeto y sin atropellos, era legítimo. Hace 25 años vengo bregando por que el presidente sea un jefe del Estado, y su primer ministro, un jefe de Gobierno. Pero lo que distingue a un jefe del Estado es precisamente hacer Estado, no agrietarlo ni quebrarlo. Y hacer Estado no consiste en replegarse en Palacio, dando órdenes verticales a diestra y siniestra. Consiste en abrir diálogos, construir acuerdos, fajarse por consensos, tolerar las discrepancias.
Sin una asesoría jurídica sabia y de elevado peso, que no sea la que escoja su complaciente ministro de Justicia, Vizcarra podrá ser todo, hasta un mandón autoritario, como muchos, menos el presidente de todos los peruanos ni el jefe del Estado reformista que necesita el país.