Evidentemente la expresión de Carlos Tubino fue excesiva y después él mismo la corrigió. Cabe preguntarse, sin embargo, si el presidente Martín Vizcarra es un caso de lo que Guillermo O’Donnell llamó “democracia delegativa”, es decir, aquella en la cual el pueblo “delega” en el mandatario el poder para que resuelva los problemas sin mayores controles horizontales (Congreso, Poder Judicial, etc.). Es decir, lo que durante algunos años fue Alberto Fujimori. Otros lo llamarían cesarismo.
Como sabemos, Vizcarra ha logrado reducir sustancialmente la resistencia del Congreso. Esto ha sido el resultado de la estrategia del referéndum que arrinconó al Parlamento y lo llevó a aceptar ominosamente su propia disolución simbólica al tener que aprobar la pregunta sobre la no reelección de los congresistas. De paso, ya sin reelección, las lealtades a la bancada mayoritaria se empezaron a aflojar, y se aflojarán aun más franqueada la posibilidad de formar bancada propia.
Vizcarra ya no tendrá Congreso opositor. Pero, a diferencia de Fujimori, que rompió la Constitución al disolver el Congreso (aunque fuera ante una grave emergencia nacional), Vizcarra ha logrado un resultado equivalente usando hábilmente herramientas constitucionales.
Pero el puntillazo final en la desactivación de la oposición congresal fue la justicia plebiscitaria, que encarceló a la lideresa de la oposición desatando el inicio del desbande y la ruptura de la unidad interna. La criminalización de los partidos de oposición, cuando no hay fundamento para ello, definitivamente no es democrática, pero ello no ha sido de autoría del presidente Vizcarra, sino, repito, de la justicia plebiscitaria, por más que los centros pensantes y la opinión pública que alimentan y respaldan a dicha justicia y a Vizcarra sean los mismos.
El necesario liderazgo que el presidente ha asumido en la reforma del sistema judicial no es una expresión de poder delegativo –porque no interviene en decisiones internas y tiene como finalidad conformar un PJ independiente, eficiente y honesto–, pero sí lo es cuando presiona al fiscal de la Nación y lo excluye de una reunión para ese fin.No obstante, Vizcarra no tiene un Montesinos ni operadores dedicados a someter a las instituciones. La disolución simbólica del Congreso ha sido lograda con pura estrategia política. Una jugada maestra, sin duda, que de paso levantó espectacularmente su popularidad, pero –he aquí el verdadero problema– una movida muy de corto plazo, porque le deja una bomba de tiempo a la institucionalidad del país (la unicameralidad sin reelección), algo que las comisiones de reforma política anunciadas deberán encontrar la forma de desactivar, si pueden.
El problema de Vizcarra no es su carácter autoritario, que no parece tenerlo. Es su dependencia absoluta de la popularidad. Fue por eso –y no tanto por la cuestión de confianza– que cambió al No a la bicameralidad, y fue por eso que luego de anunciarla en CADE dio marcha atrás ruidosamente en la reforma laboral, negándola incluso para los nuevos contratos, algo nefasto e innecesario.
Parafraseando a Sendero Luminoso, “salvo la popularidad, todo es ilusión”. Cuando no hay mayor ilusión que la popularidad, sobre todo cuando se convierte en un fin en sí mismo y no un medio para liderar cambios difíciles.