El poder de las matemáticas reside en la forma en que su lenguaje y sus símbolos nos han permitido manipular el mundo.
Pero durante siglos fue un mundo que seguía las reglas de Dios y la Iglesia.
En el siglo XVII, emergió una nueva generación de intelectuales que no temía desafiar a la autoridad.
Hubo un hombre que se atrevió a cuestionar todas las suposiciones filosóficas y científicas anteriores.
Se trataba de alguien que intentaba promover una nueva forma de pensar, utilizando la razón, la experimentación y la observación.
Era un francés llamado René Descartes.
Nació en 1596 en Francia y murió en 1650. Entre esos años fue un mercenario en el ejército de los Estados Holandeses Protestantes, un viajero, un estudiante, un matemático y un filósofo.
A los 22 años
Una noche de 1619, mientras dormía, Descartes tuvo una serie de sueños que cambiarían su vida y las matemáticas.
Los dos primeros podrían describirse mejor como pesadillas.
Pero el tercer sueño... era intrigante.
Cuando sus ojos escudriñaron la habitación, vio libros sobre la mesa del dormitorio que aparecían y luego desaparecían.
Abrió un libro de poemas y al azar vio la primera línea de uno, que decía en latín: “Quod vitae sectabor iter?”: “¿Qué camino seguiré en la vida?”
Entonces alguien apareció de la nada y recitó otro verso, simplemente diciendo: “Est et non”: “Qué es y qué no es”
Con los sueños, todo depende de la interpretación que les asignas. En el caso de Descartes, el efecto fue profundo.
Quedó convencido de que apuntaban en una sola dirección: había que establecer una ciencia que abarcara toda la sabiduría humana basándose en la razón.
Tras esa noche de poco descanso, Descartes formularía la geometría analítica y la idea de aplicar el método matemático a la filosofía.
Est et non
La pregunta “Qué es y qué no es” le abrió los ojos a la verdadera naturaleza de la realidad.
Desde ese momento, Descartes cuestionó todo lo que veía, tratando de separar lo verdadero de lo falso.
Partiendo de la pregunta “¿Hay algo que yo sepa de lo que esté seguro?”.
Sabía que no podía confiar en ninguna evidencia basada en sus sentidos, pues estos a veces lo engañaban: una vara derecha parece torcida si la mentes en un vaso de agua.
Y a veces, cuando estaba dormido, soñaba que se había despertado... ¿Cómo podía estar seguro de que no estaba soñando en momentos en que se creía despierto?
Aunque había verdades como que 2 + 5 = 7, hasta en los sueños.
No obstante, ni siquiera él -un matemático- podía afirmar certeza absoluta, pues ¿qué tal que un demonio malvado estuviera controlando sus pensamientos, manipulándolos de manera que cada vez que sumara, cometiera un error básico?
De ser así, no podría estar seguro de nada. Viviría en un torbellino de dudas.
Su salvación fue darse cuenta que incluso si ese demonio existiera, no podría engañarlo respecto a su propia existencia.
“Enseguida advertí que mientras de este modo quería pensar que todo era falso, era necesario que yo, quien lo pensaba, fuese algo”, escribió.
“Y notando que esta verdad: yo pienso, por lo tanto soy, era tan firme y cierta, que no podían quebrantarla ni las más extravagantes suposiciones de los escépticos, juzgué que podía admitirla, sin escrúpulo, como el primer principio de la filosofía que estaba buscando”.
Cada pensamiento, no importa cuán poco fiable, comprobaba que él existía como un ente pensante.
Ese es su famoso argumento: “Yo pienso, por lo tanto soy” -traducido frecuentemente como “Pienso luego existo”-, que pasó a ser fundamental para el racionalismo occidental como “Cogito ergo sum”.
Quod vitae sectabor iter?
La pregunta “¿Qué camino vas a seguir en tu vida?” es, por supuesto, profunda y difícil de contestar, particularmente cuando tienes 22 años, como Descartes esa noche que la vio en sueños.
Pero si la bajas un poco a Tierra y te la haces respecto a actividades cotidianas, quizás te sorprenda que fue la genialidad de Descartes quien hizo que encontrar la respuesta fuera sencillo.
Y de paso, llevó a uno de los mayores avances en el campo de las matemáticas.
Como con tantas ideas brillantes, era engañosamente simple.
Dicen que Descartes llegó a ella un día que estaba mirando al techo y vio una mosca.
Pero supongamos que vas a tomarte un café con un amigo.
Para averiguar cómo llegar al lugar en el que van a encontrarse, sólo necesitas mirar un mapa y verificar la ruta.
¿Quizás 3 cuadras a la derecha y una a la izquierda?
Parece una idea increíblemente simple, pero, en realidad, revolucionó las matemáticas.
Lo que Descartes demostró fue que un par de números podían determinar la posición de un punto en el espacio.
Cada par de coordenadas especifica un punto único y cada punto viene con un par único de coordenadas.
Suena trivial, pero esto fue solo el comienzo. Se vuelve más interesante cuando aplicas esa idea a las curvas.
A medida que este punto se mueve alrededor de un círculo, sus coordenadas cambian, y podemos escribir una ecuación que caracteriza este círculo de manera precisa y única.
Por primera vez, las formas podrían ser descritas por una fórmula.Al unir el lenguaje de los números, ecuaciones y símbolos con formas, Descartes construyó un puente entre la geometría y el álgebra: la geometría analítica.Así pudo expandir el horizonte de las matemáticas, sentando las bases para el mundo científico moderno.
Una razón menos divina
Lo que Descartes y los otros pioneros como él hicieron fue cuestionar la sabiduría aceptada de la época.Pensaron de manera diferente, y el resultado fue que proporcionaron avances monumentales para nuestra comprensión del Universo.
Descartes vivió en una época en que muchos filósofos respaldaban sus argumentos con llamamientos a Dios.Él prefirió depositar su confianza en el poder de la lógica humana y las matemáticas.Creía que todas las ideas deberían tener sus fundamentos en la experiencia y la razón en lugar de la tradición y la autoridad.No se trataba de negar la existencia de Dios: para él, la búsqueda de la verdad era la búsqueda de Dios, y las verdades eternas -como las matemáticas- provenían y dependían de él.Pero después de Descartes, el de las matemáticas empezó a ser un mundo cada vez más desprovisto de una influencia divina.
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