Un feriado sin viajar es una excusa para poner orden en casa. Con esas horas breves de descanso, resolvemos, por fin arreglar el cajón que parece haber sufrido la visita de un terremoto. Un propósito natural y común en la mitad de la población, si consideramos que los seres humanos pueden dividirse en dos: las personas que ni se inmutan porque van a recibir visitas en casa y las que se apresuran a esconder todo aquello que está fuera de lugar. Los desordenados incurables a menudo nos escudamos detrás de un estudio publicado en la revista “Psychological Science” en el 2013 que indica que el caos en una habitación conduce a la creatividad y la innovación. Hace algunos días recibimos en casa a Mariana, su esposo Jaime y Emilio, el hijito de ambos, que visitaban Perú por primera vez. La alegría de volver a ver a una de mis amigas más queridas se agudizó con la adrenalina de preparar a tiempo la casa: ordenar estantes, sacudir recovecos, botar algunos trastes inservibles. Una de las guerras más prolongadas que hemos sostenido mi madre y yo ha sido en torno al correcto lugar de los calcetines, los cuadernos viejos y las cuentas por pagar. Cuando era niña mi mamá quería que yo fuera un ejemplo de prolijidad pues, en caso de que quedáramos huérfanos, mis hermanos y yo no tendríamos problema en ser bien recibidos en cualquier casa a la que fuéramos. Mi incapacidad para mantener un escritorio despejado me despierta sentimientos encontrados. Para muestra, ofrezco tres escombros regados en mi caótica biblioteca: “Elogio de las vidas desordenadas”, “La magia del orden” y “Una habitación desordenada”. El primero, de Katie Roiphe, es una reflexión sobre los beneficios de llevar una existencia menos predecible. Ella explica que, en una cultura demasiado obsesionada con lo correcto, lo exitoso, lo sano, le interesa «el desorden como un valor, algo bueno, un modo de vida perdido e interesante». El segundo es un best seller japonés, el método de la consultora Marie Kondo que promete que poner en orden la casa te ayudará también a limpiar tu vida y tu mente. Admito que lo estoy leyendo con el fervor de pecadora arrepentida y que, gracias a él, por lo menos los encendedores han encontrado por fin un lugar donde vivir tranquilos en nuestra casa. Pero el tercer libro, de Vivian Abenshushan, es tal vez más entrañable. «El desorden es el perro guardián de la soledad», sentencia la autora, mientras indica que ordenar la casa para los visitantes es otra manera de proteger nuestra vida privada. «En cambio, el desorden desnuda. Un cenicero pululante, un suéter enredado, un número telefónico olvidado en un sillón pueden revelar más sobre un desasosiego íntimo que un diván de psicoanalista». Tal vez no haya un modo de cariño, de intimidad más sincera que permitirle a un par de amigos participar del propio desorden al mismo tiempo que le abres las puertas de tu casa.
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