A la hora de la siesta, Fabio se arrulla hablando. Hace como un recuento de lo que ha visto o ha hecho en la mañana: «Eto, ti, eto no». «A fabo le guta lot dultet, ti». «Mi bayiga ta dula, he tomayo muta agua». «Mateo, mateíto, mateoooote».
Mientras tanto yo suelo estar meciendo el coche y aguantándome de no estallar de la risa, pero un día me dejó inmóvil. Dijo: «Los niños no lloran, solo las niñas». Por unos segundos dudé en interrumpir su monólogo y por lo tanto, su sueño. Cuando no hace siesta al mediodía, no me deja echarme ni siquiera en la cama. Esas tardes son realmente agotadoras, ni qué decir a la madrugada siguiente. Pero esta vez había que priorizar el mensaje.
Paré el coche y me senté frente a él sobre el tacho de basura que hay en su cuarto. De primer momento, no sabía cómo explicarle en palabras sencillas que pensar que solo las mujeres lloran es machista. Que quien se lo dijo lo hizo porque seguramente así le enseñaron pero que no es cierto. Que los hombres también sufren y lloran y que unas lágrimas no lo hará menos «hombrecito » sino consciente de sus fortalezas y sus debilidades.
Entonces improvisé generalizando y le dije que todos lloran: los niños, las niñas, papá, mamá, todos. «Hijito, cuando algo duele mucho dan ganas de llorar, entonces lloras –hice el sonido y la mueca– luego el dolor pasa y sigues jugando». Guardó silencio y luego me pidió que se lo repita: «otra vez».
Lo hice mientras me miraba con atención, con esa mirada penetrante que a veces me confunde y me hace olvidar que estoy ante un niño de 2 años. Respondió: «Fabo sí llora, mamita». «Sí, hijito, si algo duele mucho, lloras. Los niños y las niñas lloran». Luego siguió arrullándose y se durmió.
No quiero que mi hijo crea que él es el macho de América porque se aguanta el llanto ante un dolor profundo. No es sano reprimir las emociones, ni de los varones ni de las mujeres. No deseo que crezca pensando que las mujeres son unas pobrecitas que solo saben llorar. Pero tampoco quisiera que algún día mi hijo se deje manipular ante unas lágrimas femeninas y falsificadas.
Diciéndoles que los hombres no deben andar lloriqueando por ahí, ¿acaso no estamos «obligando» a nuestros hijos a ser los fuertes de la casa, capaces de soportarlo todo a costa de lo que sea? ¿Nunca han visto a una mujer humillando a su esposo? ¿Manipulándolo, engañándolo, obligándolo a endeudarse con lo que no puede pagar?
Las mujeres no siempre somos las víctimas. Ese estereotipo machista también ha silenciado durante años a miles de hombres que tenían que «llevar los pantalones» y evitar andar quejándose «como niñas». Por vergüenza y temor a las burlas, muchos esposos, hijos o hermanos han aguantado maltratos físicos y emocionales.
Según el Ministerio de la Mujer y Poblaciones Vulnerables, en el 2014 se han registrado 43,800 denuncias por maltrato contra mujeres y 6,700 contra los varones. Este año ya van 20,700 contra mujeres y 3,500 contra los hombres. La diferencia de cifras es la respuesta a quienes se preguntan por qué no hay un ministerio del hombre. Sin embargo, desde el 2012 el Estado también está preparado para levantar la autoestima de los esposos que son maltratados y los ayuda a quedarse con sus hijos en caso de violencia extrema de la madre.
No todas las mujeres son el sexo débil. No todas las mujeres son la madre perfecta que un niño necesita. No me siento orgullosa de decirlo, pero es una realidad que no debemos ocultar y menos aun a nuestros hijos.