Frente a mí debaten un congresista de la oposición y otro del oficialismo. El enfrentamiento verbal está picante, imagino que los televidentes estarán pegados a la transmisión para saber cuál será el desenlace. Sigo atenta sus argumentos hasta que, cual rayo fulminante, invade mi mente la cara de mi hijo gritando en medio de llantos para que no me vaya a trabajar. Y entonces estoy oyendo a mis interlocutores, pero no los escucho.
Cada día nuestras despedidas son duras. Siempre dejo a Fabio sudado, con la cara roja y el polo lleno de babas y lágrimas. Ya no me sirve la estrategia de dejarle un juguete como distracción o avisarle durante 15 minutos que me voy. Parece que tiene un reloj interno que le dice que ya son las cinco y treinta de la tarde y que mamá está por irse: «Mamá al cañal, ño».
Vamos al corte comercial y rápidamente agarro mi celular, abro la aplicación que me permite ver las cámaras de seguridad de mi casa y lo encuentro tranquilo. La niñera me cuenta que llora un ratito y que luego logra distraerlo. Cada vez que me lo explica me pregunto, ¿y a mí quién me consuela?
Unas amigas me dicen que no podrían monitorear a sus hijos a distancia porque no soportarían ver si se caen o están llorando sin poder consolarlos. Algo así como «ojos que no ven corazón que no siente». A mí me atenúa el cargo de culpa y, la verdad, ya me acostumbré a verlo en todo momento. Cuando pierdo el acceso a Internet me desespero.
Pero hoy me pasó algo raro, mientras duraban los comerciales me concentré en la imagen de Fabio jugando y sentí angustia. Su niñera es extraordinaria y él la quiere un montón. Los vi entretenidos armando una pista pero me dio pena y hasta lo sentí solo, sin ningún miembro de su familia cerca.
En ese instante quise estar con él y reírme de sus ocurrencias: «Eta pelota no shalta muto poque es muy peshada». O ayudarlo a superar su frustración por ser incapaz de trasladar 20 carritos a la vez.
Me pregunto cómo hacen otras mamás trabajadoras que tienen un horario más tradicional y están todo el día fuera. No pueden –por ejemplo–enseñarles a sus hijos a decir «no» cuando otro niño le quiere pegar o a pedir algo en vez de hacer una pataleta. Tienen que delegar esa misión a la abuela o a la niñera y esperar que lo hagan como ellas lo hubieran querido.
No intento –de ninguna manera–juzgarte y menos aun que dejes de trabajar para dedicarte a tu hijo, pero ¿no sientes que existen dos corrientes que van en sentidos opuestos y nos quieren imponer a la vez?
Por un lado quieren que seamos madres que enseñemos con el ejemplo y que sigamos un estilo de crianza de apego y por el otro, que seamos mujeres trabajadoras. ¿Cómo hacemos? No vivimos en Canadá o en Australia donde las madres tienen un año de licencia y luego pueden regresar a trabajar part time si lo desean, ocupando el mismo puesto y con el mismo sueldo.
En el Perú, una de cada tres madres trabaja y estamos entre los peores países para ser madres. Resulta que esos pocos derechos laborales por maternidad que nos corresponden ni siquiera se cumplen. Sabemos que en algunos casos te botan. ¿Madres amas de casa o mujeres trabajadoras?
Justo ahora estoy terminando de escribir dentro de mi carro, estacionada en la puerta del canal. En 15 minutos empieza el programa de entrevistas. El resto del día Fabio ocupó toda mi atención, este es el único momento que tengo para enviar estas líneas apuradas.
A veces pareciera que nos están obligando a optar solo por una alternativa. ¡Sin presiones, por favor!