A yer, la Comisión de Educación del Congreso aprobó un dictamen en mayoría del controversial proyecto de ley universitaria que viene trabajando hace varios meses.
Nueva ley universitaria: cinco claves del cuestionado dictamen
Diese la impresión de que los autores del proyecto, siendo conscientes de que han sido acusados repetidamente de intervencionistas, se han esforzado por incluir un artículo que señala expresamente que “el Estado reconoce la autonomía universitaria”. Ahora bien, se trata de un esfuerzo que podrían haberse ahorrado, pues el resto de la propuesta no hace más que contradecir el mencionado artículo. Y es que, de aprobarse el proyecto, el Gobierno tendría la posibilidad de intervenir en temas sobre los que hoy en día las universidades públicas y privadas tienen libertad de determinación. Entre sus flamantes facultades, el Estado podría decidir en última instancia sobre la organización, autoridades, presupuesto, carreras y currículos de cada institución. De la autonomía, los autores del proyecto no quieren dejar más que la cáscara.
Así, el efecto de la aprobación del proyecto sería que la sociedad pasaría de tener una multiplicidad de opciones de educación universitaria pública y privada a contar con una sola opción: la que le provoque a la burocracia de turno. En vez de que cada uno pueda elegir el traje que mejor le siente, la Comisión de Educación parece querer que todos los alumnos vistan una suerte de uniforme único.
Un uniforme, por cierto, que será determinado por un grupo de iluminados burócratas que además habrán de cumplir una actividad tramitológica de proporciones titánicas. Después de todo, entre otras funciones, la superintendencia nacional de educación universitaria que crearía la ley estaría encargada de aprobar todos los planes de estudio que obligatoriamente se revisarían cada tres años en todo el país. Esto quiere decir que deberá examinar cada curso, de cada carrera, de cada facultad, de cada universidad del Perú, lo que en un estimado conservador asciende a la revisión de más 133 mil sílabos cada tres años (sin tener en cuenta el porcentaje que regresaría debido a que fue desaprobado la primera vez).
Los problemas del proyecto, lamentablemente, no terminan ahí. De convertirse en ley, el poder arbitrario que tendría el Estado para intervenir en las universidades le otorgaría la facultad de acallar cualquier movimiento político que surja en ellas. Una facultad, dicho sea de paso, muy conveniente para gobiernos con planes autoritarios, pues en muchas oportunidades las universidades han probado ser el espacio donde una oposición democrática ha podido florecer. Como ejemplo, basta recordar las manifestaciones estudiantiles que se opusieron a Fujimori una vez que se descubrió la corrupción en su régimen.
Por otro lado, tampoco se puede dejar de mencionar el fuerte sesgo antiprivado que tiene el proyecto y que se traduce en que se quiera expropiar a estas instituciones –a las que se las ha llegado a comparar con “hongos”– de su poder de gestión y organización. Un sesgo que parte de un prejuicio: que la promoción de las universidades privadas que se dio a partir de la década de 1990 impactó negativamente en la educación. Y afirmamos que es un prejuicio, pues no existe evidencia que demuestre que esto sea así.
Lo que sí hay, sin embargo, son datos sobre cómo, gracias a las universidades privadas, son más los jóvenes que año a año pueden acceder a una educación superior. De 1995 al 2010, las universidades privadas aumentaron considerablemente la cobertura educativa, permitiendo que el número de jóvenes que estudian en ellas crezca en más de 300 mil y logrando albergar al día de hoy a más del 60% de la población universitaria. Eso no es todo. Han hecho esto, además, consiguiendo una mayor satisfacción por parte de los alumnos que sus pares públicas. Según las recientes cifras disponibles del INEI, más de 82% de los estudiantes de pregrado de universidades privadas percibe que la calidad de la formación profesional que recibe es excelente o buena, mientras que esta cifra desciende a menos del 60% en el caso de los estudiantes del sistema público. El mismo patrón se repite en lo que toca a la calidad de los docentes (60% vs. 33%), al servicio de biblioteca (55% vs. 33%) y a los servicios culturales (53% vs. 36%).
En fin, no alcanza este espacio para enumerar el rosario de problemas que generaría el proyecto si se aprobase. Pero lo que queda claro es que los principales perdedores serían los alumnos que pretende proteger.