Carlos Arámbulo durante su participación en el Hay Festival Arequipa 2017. [Foto: Paco Sanseviero]
Carlos Arámbulo durante su participación en el Hay Festival Arequipa 2017. [Foto: Paco Sanseviero]



Permítanme comenzar esta reseña con una anécdota personal: hace unos diez años me dediqué a cartografiar la poesía peruana de los noventa en pos de la elaboración de un diccionario de autores que hubieran publicado al menos un poemario en ese periodo. Esas pesquisas me hicieron conocer a más de un vate misterioso del que existía poco registro. Uno de ellos era Carlos Arámbulo (Lima, 1965), quien en 1993 publicó una extraña plaquette titulada Acto primero. Busqué su número, lo llamé y tuvo la generosidad de alcanzarme un ejemplar: se trataba de un poema río, muy hinostroziano y psicodélico, bastante más logrado que el promedio de libros que mi proyecto me conminaba a abordar. Por ese entonces se cumplían unos veinte años desde que lo dio a la imprenta y, desde ahí, no había vuelto a asomar cabeza.

Los que creíamos a Arámbulo retirado de la literatura y centrado en oficios más mundanos fuimos rotundamente desmentidos con la aparición de su primer libro de cuentos, Un lugar como este, que confirmaba el fino y paciente trabajo con la palabra que este autor siempre ha procurado redondear. Tomando como punto de partida la decadencia, soledad y muerte de un pueblo remoto devorado por las deidades del desierto, Arámbulo generaba un puñado de relatos de una densidad verbal calibrada y apreciable, aunque en ocasiones había regodeos gratuitos en esos hallazgos que empañaban su fluidez y estructura. No obstante, la experiencia era en general positiva y delataba a un escritor capaz de empresas más vastas y desafiantes.

Es así como nos llega Quién es D’Ancourt, su primera novela. Estamos ante un libro que ironiza aguda y elegantemente sobre los tópicos y disfuerzos de la autoficción y la metaliteratura. A partir de una exégesis de su propio Acto primero, atribuido en esta ficción al atribulado y sensible D’Ancourt, un poeta desaparecido a finales del siglo pasado, se aspira a comprender las causas de su final prematuro y del contexto artístico y social que lo forzó a dejar una prometedora obra y una existencia truncas.

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novela
Quién es D’Ancourt
Carlos Arámbulo

Editorial: Alfaguara
Páginas: 289
Precio: S/ 59,00

Resulta evidente la influencia de Pálido fuego de Nabokov en esta novela, pero esa es apenas la superficie de un tinglado de referencias literarias tan complejo como efectivo para que la historia que anima se bifurque por estancias pasibles de distintas lecturas: ahí está la Francesca poundiana perdida entre los jardines de la Católica, las reminiscencias del Tristram Shandy en la rocambolesca infancia y juventud del autodestructivo D’Ancourt; pero, de hecho, hay muchos otros guiños más de obras clásicas, siempre elusivos al artificio, que pueblan el relato y lo enriquecen.

Esto no significa que Quién es D’Ancourt se agote en el plano de lo libresco; la historia colectiva del país tiene una constante presencia en sus páginas, y así nos sumergimos en acontecimientos sociales y políticos que son hitos en la educación sentimental y vital del huidizo poeta, como el Limazo de febrero de 1975, la fugaz primavera democrática que gozó la clase media a principios de los ochenta y, sobre todo, la influencia de Sendero Luminoso en las universidades públicas. Arámbulo ha escrito las páginas más convincentes que haya leído sobre aquel periodo en que San Marcos se hallaba entre dos fuegos: el de los grupos subversivos dispuestos a convertir la universidad en un arma arrojadiza —como alguna vez sostuvo Luis Alberto Sánchez, uno de sus rectores más recordados— y su violenta toma por parte del Ejército. Narrado con humor, personajes convincentes y escenas que retratan bien la épica de esa guerra de baja intensidad, este episodio vertebra y otorga una perspectiva personal y muy consistente al destino que el protagonista padece a lo largo de tres décadas de incertidumbre colectiva e individual.

Si algo podemos objetar a la novela de Arámbulo es el mismo problema, pero atenuado, que afectaba a los cuentos de Un lugar como este: la consciencia de manejar un lenguaje con múltiples recursos y envanecerse con las posibilidades que estos ofrecen, sin que ello aporte algo significativo a lo narrado. Nada de eso opaca los méritos de su afortunada indagación, de alguna manera similar a la que me propuse cuando busqué, intrigado por múltiples versiones y rumores, al enigmático autor de Acto primero en su propio baluarte tanto tiempo atrás.

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