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Fragmento de "Tres días y una vida", de Pierre Lemaitre - 1

A finales de diciembre de 1999, una sorprendente serie de sucesos trágicos sacudió Beauval, el más importante de todos, la desaparición del niño Rémi Desmedt. En esa región cubierta de bosques y habituada a un ritmo lento, la súbita desaparición del pequeño causó estupor e incluso fue considerada por muchos de los habitantes como un presagio de futuras catástrofes.

Para Antoine, que estuvo en el centro del drama, todo empezó con la muerte del perro. Ulises. No entremos a los motivos que indujeron al señor Desmedt, su dueño, a darle a aquel mestizo blanco y pardo, patilargo y delgado como un palillo, el nombre de un héroe griego; será un misterio más en esta historia.

Los Desmedt eran vecinos de Antoine, que tenía entonces doce años y le había tomado mucho cariño a ese perro, sobre todo porque su madre se había negado siempre a tener animales en casa; ni perros ni gatos ni hámsteres ni nada, lo ponían todo perdido.

Ulises acudía enseguida a la verja cuando Antoine lo llamaba, a menudo seguía a la pandilla de amigos al estanque o a los bosques de los alrededores y, cuando Antoine iba solo, siempre se lo llevaba con él. Se sorprendía hablándole como a un compañero. El perro inclinaba la cabeza, serio y atento, y salía disparado de pronto, dando por concluida la hora de las confidencias.

El final del verano había sido muy laborioso para los compañeros de clase, ocupados en construir una cabaña en el bosque, en las colinas de Saint-Eustache. La idea se le había ocurrido a Antoine, pero, como siempre, Théo la había presentado como suya, arrogándose así el mando de las operaciones. […]

Todo cambió cuando a Kevin le regalaron una PlayStation por su cumpleaños. Rápidamente, todo el mundo abandonó el bosque de Saint-Eustache para juntarse a jugar en casa del chico, cuya madre decía que prefería eso a los bosques y el estanque, que siempre le habían parecido peligrosos. En cambio, la madre de Antoine desaprobaba esos miércoles de sofá —esos chismes idiotizaban a la gente—, y acabó por prohibírselos. Antoine se rebeló contra la decisión, no tanto porque le gustaran los videojuegos como porque de ese modo se vería privado de la compañía de los amigos. Los miércoles y los sábados se sentía solo. […]

Así que Antoine regresó al bosque de Saint-Eustache y empezó a construir otra cabaña, esta vez en lo alto, en las ramas de una haya, a tres metros de altura. Mantuvo su proyecto en secreto, saboreando por adelantado su triunfo cuando los amigos, cansados de la Play, volvieran al bosque y descubrieran su obra. […]

Durante todo el tiempo que Antoine dedicó a su obra, el perro Ulises lo acompañó. No es que sirviera de mucho, pero allí estaba. Su presencia inspiró a Antoine la idea de un ascensor para perros, que permitiera a Ulises hacerle compañía cuando subiera a la cabaña. Vuelta a la serrería para agenciarse una polea, luego unos metros de cuerda y, por último, los materiales para construir una plataforma. El montacargas, que era el toque final de la obra y ponía de manifiesto su ambición, requirió muchas horas de puesta a punto, destinadas en buena parte a correr tras un Ulises que, desde el primer intento, manifestó verdadero pánico ante la perspectiva de despegar del suelo. La plataforma solo permanecía horizontal con la ayuda de un palo que servía para sostener la esquina izquierda. No era del todo satisfactorio, pero de ese modo Ulises conseguía llegar arriba. No dejaba de soltar unos gañidos penosos durante toda la ascensión y, cuando Antoine subía también, se pegaba a él temblando. Antoine aprovechaba para aspirar su olor y acariciarlo, cerrando los ojos con placer. El descenso siempre era más fácil; Ulises nunca esperaba a que la plataforma llegara abajo para saltar al suelo.

Antoine llevó a la cabaña utensilios que cogió del granero, una linterna, una manta, cosas para leer y escribir, más o menos todo lo necesario para vivir de forma autárquica, o casi.

Eso no significaba que tuviera un carácter solitario. Lo tenía en esos momentos debido a las circunstancias, al hecho de que su madre detestara los videojuegos. Su vida estaba llena de leyes y reglamentos que la señora Courtin dictaba con tanta frecuencia como creatividad. Estricta de por sí, después del divorcio se había convertido en una mujer de principios, como suele ocurrirles a las madres que viven solas con sus hijos. […]

El señor Desmedt, el dueño de Ulises, era un hombre taciturno e irascible, fuerte como un roble, de cejas enmarañadas y cara de samurái furioso, siempre seguro de sus derechos, una de esas personas que no cambian de opinión con facilidad. Y pendenciero. Había tenido un solo empleo en la vida, como operario de “Weiser, Juguetes de madera desde 1921”, la principal empresa de Beauval, donde su carrera había estado salpicada de discusiones y agarradas. Incluso habían llegado a aplicarle una suspensión de empleo y sueldo, dos años atrás, por abofetear al señor Mouchotte, el encargado, delante de todos sus compañeros.

Tenía una hija de quince años, Valentine, aprendiza en una peluquería de Saint-Hilaire, y un chico de seis, Rémi, que sentía una admiración sin límites por Antoine y lo seguía siempre que podía.

El pequeño Rémi, en cualquier caso, no era ninguna carga. Viva imagen de su padre, tenía ya hechuras de leñador y era perfectamente capaz de subir con Antoine a Saint-Eustache e incluso hasta el estanque. La señora Desmedt consideraba a Antoine, con acierto, un chico responsable al que podía confiar a Rémi si la ocasión lo requería. Por lo demás, el pequeño gozaba de bastante libertad de movimientos. Beauval es una localidad pequeña, y en los barrios casi todo el mundo se conoce. Tanto si jugaban cerca de la serrería como si iban al bosque, como si correteaban por el lado de Marmont o de Fuzelières, los niños siempre estaban bajo la mirada de algún adulto que trabajaba o pasaba por ahí.

Un día, Antoine, que a duras penas conseguía guardar su secreto, había llevado a Rémi a ver la cabaña del árbol. El niño no había ocultado su admiración ante aquel prodigio de la técnica y había hecho varios viajes en el ascensor, absolutamente entusiasmado. Después de eso, charla importante: escúchame bien, Rémi, es un secreto, nadie debe saber nada de esta cabaña hasta que esté terminada del todo, ¿lo entiendes? ¿Puedo confiar en ti? No hay que decírselo a nadie, ¿vale?

Rémi juró, escupió y cruzó los dedos, y, por lo que Antoine sabía, había cumplido su palabra. Para el niño, compartir un secreto con Antoine era formar parte de los mayores, ser mayor. Había demostrado ser digno de confianza.

El 22 de diciembre hizo un día bastante agradable, varios grados por encima de lo habitual en esa estación. Naturalmente, Antoine estaba ilusionado con la llegada de la Navidad (confiaba en que, esa vez, su padre leyera su carta con atención y le mandara una PlayStation), pero se sentía incluso un poco más solo que de costumbre. […]

Ese día, poco antes de las seis de la tarde, Ulises cruzó la calle mayor de Beauval a la altura de la farmacia y un coche lo atropelló. El conductor no se detuvo.

Llevaron al animal a casa de los Desmedt. La noticia se propagó. Antoine corrió hacia allá. Tendido en el jardín, Ulises respiraba pesadamente. Volvió la cabeza hacia Antoine, que se había quedado en la verja, petrificado. Con una pata y varias costillas rotas, se imponía a la intervención del veterinario. El señor Desmedt, con las manos en los bolsillos, miró largo rato a su perro, después entró en la casa, volvió a salir con una escopeta y le disparó un cartucho a bocajarro en el vientre. Luego metió el cuerpo del animal en uno de esos sacos de plástico que se usan para los escombros. Asunto concluido.

Todo fue tan rápido que Antoine se quedó con la boca abierta, incapaz de articular palabra. De todas formas, no habría tenido a quién decírsela. El señor Desmedt había vuelto a entrar en la casa y cerrado la puerta. El saco gris con el cadáver de Ulises reposaba en un extremo del jardín, junto a otros sacos llenos de cascotes de yeso y cemento procedentes de la conejera que el señor Desmedt había echado abajo la semana anterior para construir una nueva.

Antoine se fue a casa destrozado.

Su pena era tan grande que esa noche no tuvo fuerzas para hablar de lo sucedido con su madre, que de todas formas no se había enterado. Con un nudo en la garganta y un peso terrible en el corazón, veía una y otra vez la escena, la escopeta, la cabeza de Ulises, sobre todo sus ojos, la corpulenta figura del señor Desmedt… Incapaz de expresarse y hasta de comer, dijo que no se encontraba bien, subió a su habitación y estuvo llorando un buen rato. Desde abajo, su madre le preguntó:

—¿Estás bien, Antoine?

Para su sorpresa, él fue capaz de contestar un “¡Sí, estoy bien!” lo bastante firme como para que la señora Courtin se diera por satisfecha.

Tardó mucho en dormirse, tuvo sueños poblados de perros muertos, escopetas, y se despertó agotado. […]

Al llegar la tarde, no tenía más que un deseo: buscar refugio en Saint-Eustache.

Cogió lo que no se había comido para tirarlo por el camino. Ante la casa de los Desmedt se obligó a no mirar hacia el rincón del jardín donde estaban amontonados los sacos de escombros y, con el corazón a punto de estallar, porque la cercanía avivaba su dolor, apresuró el paso. Apretó los puños, echó a correr y no se detuvo hasta llegar a la cabaña. Cuando consiguió recuperar el aliento, alzó los ojos. Aquel refugio al que tantas horas había dedicado le pareció ahora de una fealdad deprimente. Aquellos pedazos de tela asfáltica y lona, junto con los jirones de tela, le daban aspecto de chabola. Recordó la cara de decepción de Émilie al ver su obra. Rabioso, subió al árbol y lo destrozó todo, lanzando lejos los trozos de madera y las tablas. Cuando acabó de desparramarlos a su alrededor, bajó jadeando, apoyó la espalda en el tronco, se deslizó hasta el suelo y se quedó allí un buen rato, preguntándose qué iba a hacer a continuación.
La vida ya no le sabía a nada.

Añoraba a Ulises.

Pero quien apareció fue Rémi.

Antoine vio acercarse a lo lejos su pequeña silueta. Caminaba con precaución, como si temiera aplastar las setas. Al fin llegó junto a Antoine, que sollozaba de manera compulsiva, con la cara oculta entre los brazos, y se quedó allí, plantado. Miró hacia lo alto del árbol, lo vio todo destrozado y abrió la boca para decir algo, pero fue brutalmente interrumpido.

—¿Por qué hizo eso tu padre? —gritó
Antoine—- ¿Eh? ¿Por qué?

Se había puesto de pie de pura rabia. Rémi lo miró con los ojos como platos, escuchando sus recriminaciones sin acabar de comprenderlas, porque en casa solo le habían dicho que Ulises se había escapado, como hacía de vez en cuando.

En esos momentos, Antoine, desbordado por un incontrolable sentimiento de injusticia, ya no era él. El estupor en que lo había sumido la muerte de Ulises se había transformado en furia. Cegado por esta, cogió el palo que servía para estabilizar el montacargas y lo blandió como si Rémi fuera un perro, y él, su dueño.

El niño nunca lo había visto así, se asustó.

Se volvió y dio un paso.

Antoine levantó el palo con las dos manos, y loco de rabia, lo descargó sobre Rémi. El golpe lo alcanzó en la sien derecha. El niño se derrumbó. Antoine se acercó a él, extendió una mano, le sacudió el hombro…

—¿Rémi?

Debía de estar aturdido.

Le dio la vuelta con la intención de palmearle las mejillas. Pero cuando lo tuvo boca arriba, vio que tenía los ojos abiertos.

Fijos y vidriosos.

Y una certeza le atravesó el ánimo: Rémi estaba muerto.

SOBRE EL AUTOR

Pierre Lemaitre (París, 1951) es psicólogo, narrador y guionista. Cultor del policial, las novelas de Lemaitre rinden homenaje a los grandes escritores del género, como Dashiell Hammett y Raymond Chandler. Es autor de la tetralogía que tiene como protagonista a Camille Verhoeven —compuesta por Irene (2006), Alex (2011), Camille (2012) y Rosy & John (2015)—, y de las novelas Vestido de novia (2009) y Nos vemos allá arriba (2013), con la que ganó el premio Goncourt y abordó la novela picaresca.

Sobre el libro

Nombre: Tres días y una vida
Autor: Pierre Lemaitre
Editorial: Salamandra
Páginas: 224
Precio: S/ 80,00

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