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Jaime Bedoya

Sin importar con cuánto respeto llegues a Trujillo, inevitablemente lo insultas: la Panamericana Norte corta en dos su majestuosa ciudadela de barro con una tranquilidad e indolencia que ya es parte de la normalidad. Ese tajo es la única manera de llegar a ella.

Enfatiza la ofensa que la carretera en cuestión se trate de una vía adefesiera, dañada y deslucida. Una vía que presenta como oferta paisajística una intermitencia entre fábricas con congestión crónica de camiones, salas para eventos con vista a la carretera y moteles al paso que compiten en el nombre por la más elegante elipsis del fornicio clandestino. Además de cementerios y un templo mormón que parece lo anterior, aunque limpísimo.

La basura, gobernada por la presencia ondulante de bolsas plásticas, ejecuta su danza miserable trazando espirales al lado del camino, distracción eólica del abandono.

A manera de honrar la incongruencia que nos define, la Unesco declaró a Chan Chan Patrimonio de la Humanidad el mismo año en que la puso en la lista del patrimonio de la humanidad en peligro.

Sin embargo, basta ingresar al recinto de barro, guarecerse en el espacio visual y sonoro que configura —el mar es un susurro— para que se restablezca el orden de las cosas. La armonía existe. Un elocuente sistema simbólico se comunica a través de la representación y la geometría. La elegancia abruma. La persistencia de la simetría impone la inteligencia plástica de unos antepasados próximos a la pureza estética hace más de mil cuatrocientos años.

Pero entonces la armonía silenciosa de Chan Chan queda rasgada por una inquietud inevitable ante tal banquete visual. ¿Por qué no hay un desenlace de esta sabiduría estética en el amasijo de vulgaridad y despropósito que supone el urbanismo contemporáneo trujillano? Y no es solo en Trujillo el quiebre de continuidad. ¿Por qué el Perú actual no está a la altura de su pasado?

Las posibles y tardías explicaciones se agolpan inoportunas en medio de la visita. La traumática histerectomía que supuso la conquista puede haber sido la primera ficha del dominó en caer. El resto fue gentileza de don Isaac Newton.

Un gallinazo observa con compasión desde lo alto de una cornisa de barro. El mar sigue silbando una coda potencialmente apaciguadora. Podría no significar nada, es solo viento acariciando el barro, pero basta.

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