MAURICIO GIL

La Orquesta Sinfónica Nacional (OSN) es un ente vivo. Un cuerpo musical en constante cambio y evolución, afectado por el ánimo de cada músico que lo compone, expuesto por la destreza de sus propios ejecutantes, definido por la historia íntima de las personas que le dan forma con los instrumentos que se recitan en los ensayos y dialogan en los conciertos.

Así, deberá su funcionamiento, desarrollo y maduración a cada músico que sea parte de su organismo de partituras, movimientos y composiciones que resisten al tiempo, que tanto se parece al olvido. Por ello, me incito a recordar.

La primera vez que vi a la OSN en vivo fue en 1999. Cada domingo por la mañana visitaba el Museo de la Nación para imaginar los mundos musicales propuestos por la orquesta. Auditorio Los Inkas, seis soles la entrada universitaria, la entrega del programa musical y la convivencia con un público, en su mayoría, mayor de cincuenta años (algunos cerraban los ojos, tanto para perderse en la ensoñación auditiva como para dormir): la música estallaba en la luz tenue del teatro y era suficiente para escarapelar la piel.

Aún hoy, cada vez que escucho a esa criatura de energía compuesta por cerca de sesenta músicos, mi oído no es de crítico especializado, sino más bien de oyente emocional: siempre evaluaré la ejecución acorde a la intensidad con la que me conmueva. Está claro que un músico virtuoso, director, o compositor, podrá desmembrar cada ruta equivocada o acertada que tome la orquesta, y el disfrute tendrá más acordes intelectuales.

Sin embargo, hace más de diez años atrás, en ese auditorio de asientos trepidantes y acústica de tubería, me bastaba la coordinación y fuerza de toda la orquesta para que me sintiera parte del universo sinfónico, de una historia escrita en un idioma inaccesible de corchetas y escalas. Y ahora, que he podido sumergirme en los ensayos, me permito ser parte del relato.

Lee la nota completa en la edición de hoy de Somos