La reforma de la inversión pública, por Guillermo Moloche
La reforma de la inversión pública, por Guillermo Moloche
Guillermo Moloche

En los últimos años, el Estado ha venido gastando decenas de miles de millones en infraestructura. El presupuesto del sector Transportes, por ejemplo, subió de S/5.658 millones a S/10.174 millones desde el 2010 y Pro Inversión ha adjudicado S/76.150 millones en proyectos de asociaciones público-privadas (APP) en un lustro, mientras que la política fiscal ha sido la más expansiva en años. 

Todo este gasto no ha reactivado la economía. La inversión privada se cae. Los déficits fiscales y la deuda son cada vez mayores. Y encontramos que los megaproyectos son cada vez más costosos, que no dan los beneficios que se esperaban y que están plagados de corrupción. El problema no es solo que hay muchas inversiones adjudicadas y presupuestadas que no se ejecutan, sino también que no se observa una mayor productividad y crecimiento económico como resultado de los proyectos ejecutados.

El Sistema Nacional de Inversión Pública (SNIP) se creó para que las inversiones verdaderamente impacten en el bienestar de los ciudadanos y se orienten a resolver problemas específicos como el tráfico, los costos logísticos de las empresas o el desarrollo económico de las regiones. Se basaba en la obligatoriedad de realizar un análisis costo-beneficio para todos los proyectos que involucren dinero público. Su implementación, sin embargo, adolecía de defectos y retos. La escasez de suficientes técnicos competentes en la elaboración de los análisis costo-beneficio retrasaba su funcionamiento. 

Asimismo, el SNIP presentaba sesgos que resultaban luego en un gasto insuficiente en planificación, administración y mantenimiento. Tampoco consideraba apropiadamente los efectos indirectos de los proyectos, como la generación de empleo y la reducción de pobreza, por lo que no era capaz de priorizar adecuadamente el gasto.

El gobierno ha eliminado este sistema con el objetivo de acelerar y destrabar la inversión. Ha eliminado el requisito de realizar el análisis costo-beneficio, sustituyéndolo por la metodología de las brechas, que se basa en comparar el stock de infraestructura de una región con el de Lima, por ejemplo, y deducir que es necesario cubrir la diferencia para que la región tenga el mismo nivel de bienestar que  la capital. Las brechas dan una meta de gasto referencial para el desarrollo, pero no reemplazan el análisis costo-beneficio porque no garantizan que las obras serán rentables socialmente, que aumentarán la productividad de la economía, o que realmente solucionarán los problemas de la población.

Por otro lado, la administración anterior ha usado intensivamente esquemas alternativos de financiamiento de infraestructura, en especial el de las APP. Si bien, en teoría, las APP mejoran la gestión, la rapidez y la eficiencia de las obras, en la práctica han elevado los costos y su uso excesivo ha desnaturalizado su propósito para pasar a ser instrumentos de elusión de los mecanismos competitivos de adjudicación de licitaciones, de control de la deuda y del presupuesto público, puesto que generan compromisos y contingencias de gasto que no son considerados como deuda a efectos del cumplimiento de la regla fiscal.

Los destrabes no solucionarán el problema de fondo: que el dinero público se gasta en proyectos sin rentabilidad social y sin el suficiente sustento técnico.

La reforma omite revisar el aparato regulatorio para promover la inversión privada no financiada ni garantizada con el dinero de todos los peruanos. Las obras definitivamente tendrán beneficio social si se financian haciendo pagar solo a quienes las usan. Es más, el cobro a los usuarios aseguraría su uso eficiente y resolvería problemas tales como el tráfico. La propiedad privada aseguraría que el mantenimiento y la administración de la obra sean óptimos.

Tal como sucedió con la mal llamada Ley de Fortalecimiento de la Responsabilidad y Transparencia Fiscal que ha resultado en la peor situación fiscal en décadas, la reforma de la inversión pública debilita y no fortalece el marco institucional de la provisión estatal de infraestructura puesto que relaja controles en su afán de acelerar el gasto público adjudicando y destrabando proyectos. El resultado será acelerar los malos resultados de los gobiernos anteriores y se terminará en lo mismo: corrupción, dinero perdido en obras que no benefician a la población, mayores tarifas, mayor endeudamiento, mayores déficits y menor crecimiento económico. Y las brechas seguirán creciendo.