Kateryna Kalytko

Es imposible escribir un texto que abarque todos los crímenes de la agresión rusa en Ucrania. Mientras escribo, miro las fotos de la región de Jersón, donde los rusos lanzaron 11 bombas. También miro las fotos del hotel de Mykolaiv donde solía alojarme: tenía una vista impresionante del río Bug del Sur. Ahora el hotel se ha convertido en una ruina tras el bombardeo. Poco antes, veo un video de una torre de televisión en Járkov que, partida por la mitad, cae como en una película, alcanzada por un misil ruso.

Ilustración: Víctor Aguilar Rúa
Ilustración: Víctor Aguilar Rúa

Antes de eso, una noche cualquiera en Kiev escucho durante un largo rato el fuerte sonido de los sistemas de defensa antiaérea: están en algún lugar cercano, probablemente en el puente sobre el río Dnipro. Este pensamiento me tranquiliza de pronto y vuelvo a dormirme. Y, cuando me levanto por la mañana y subo al coche para ir a Odesa, un misil ruso destruye la Academia de Artes Decorativas, Artes Aplicadas y de Diseño de Myjáilo Boichuk en Kiev, a 500 metros de donde he pasado la noche.

En estos días, mi comunidad de redes sociales está de luto por Alla ‘Ruta’ Pushkarchuk, una joven crítica teatral y periodista cultural, que era especialista en topografía y geodesia en una unidad de artillería y que murió en la región de Donetsk. Tenemos detrás a tantos fallecidos cercanos que nos hemos convertido en sus embajadores: hablamos en su memoria en todos los lugares importantes.

Una vez tuve que identificar a un amigo de la infancia en un depósito de cadáveres. Nadie más cercano a él se encontraba allí en aquel momento, salvo el perro, pero el testimonio del perro no podía registrarse en el protocolo. Tras el impacto de una mina rusa, no quedó mucho de mi amigo, pero su cara sobrevivió parcialmente, y tenía un párpado con cicatrices. Recuerdo cómo se lo desgarró en la rama de un viejo nogal; éramos entonces una tribu de indios, o bien gente del bosque, como Tarzán. Jugábamos saltando sobre los árboles en el jardín de nuestros padres. En aquel momento, la herida nos daba mucho miedo. Y ahora, gracias a la cicatriz, pude reconocerlo.

¿Se acostumbra uno a esta realidad? ¿Se convierte en una nueva normalidad? Difícilmente. El cansancio, el agotamiento y la falta de un horizonte claro corroen a una persona como un pequeño gusano: tal vez de forma imperceptible, pero molesta. Pero nadie huye.

Estamos viviendo una historia verdaderamente grandiosa y estamos buscando un lenguaje de autodescripción para ella. Otra cosa es que este lenguaje sea incómodo y dé miedo.

Llegados a este punto, la gente suele preguntarnos por qué no nos fuimos. Y, de nuevo, será imposible explicar plenamente la conexión metafísica de los ucranianos con su propia tierra, con el suelo como tal, con el campo energético del idioma, con el egregor de la memoria colectiva que se está formando ahora para las próximas décadas. Será imposible explicar el sentimiento de responsabilidad personal por el país, el deseo de participar en la corriente en la que todo está cambiando de una vez por todas, al menos para mi generación. Así que tengo que conformarme con una respuesta más sencilla: hace 100 años ya hubo una generación de intelectuales que emigró tras la pérdida del Estado Ucraniano. Es una historia triste y no quiero repetir su destino.

Sin embargo, nos ayudará a todos nosotros, a los que hemos decidido quedarnos en Ucrania e invertir nuestros destinos en su lucha, llenar su historia con nuestras voces, saber que, aunque muramos, nuestro país tendrá su propio lugar en un mapa civilizado del mundo. Por fin y para siempre será subjetivo, completo, claramente definido e interesante por su fuerza, su profundidad, la continuidad de su historia y su resistencia anticolonial.

–Glosado y editado–

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Kateryna Kalytko es escritora ucraniana