Javier Díaz-Albertini

Según la Biblia, cuando Dios le comunicó a Abraham que destruiría Sodoma por sus múltiples pecados, este pidió clemencia divina alegando: “¿No perdonarías a toda la ciudad por 50 justos que viven en ella?”. Dios respondió entonces que estaría dispuesto y Abraham comenzó a regatear y preguntar si la salvaría en caso de que encontrase a 45, luego a 40, 30, 20 y, finalmente, a 10 justos. En cada caso, Jehová accedió. Todos conocemos el resultado final. Lot, su esposa y dos hijas aparentemente eran los únicos justos y fueron rescatados antes de que ardiera la ciudad.

Bajo estos criterios, el estaría en camino de no salvarse de la ira divina. Ya dudamos de que existan 50 justos, dado que 82 parlamentarios tienen carpetas fiscales abiertas, dejando a 48 libres, por ahora. Y, si algo hemos aprendido de nuestros representantes, es que esta cifra sin duda aumentará. Además, bien sabemos que algunos de los que se salvan por no tener carpeta fiscal han sido sentenciados en el pasado o están acusados de otras fechorías que no llegan a buen puerto gracias al blindaje otorongo o a una desidia generalizada (los mochasueldos, por ejemplo).

Temo decir, sin embargo, que los congresistas se encuentran bien acompañados. Hace rato que un buen número de nuestros compatriotas dejaron de ser honestos como ciudadanos. Esto es, en su forma de actuar en ámbitos y asuntos públicos, en las consideraciones al momento de su voto, en su trato con funcionarios y autoridades, en su desdén por las reglas y en su permanente búsqueda de la excepción y la impunidad. Desde el más rico hasta el más pobre, se justifica la deshonestidad dizque porque nuestras instituciones no funcionan, son corruptas o injustas. Por el contrario, se acepta al que le saca la vuelta a la norma porque hace obra, nos transporta en colectivo o crea empleo ilegal. Tampoco reaccionamos cuando sistemáticamente eliminan o debilitan las regulaciones que protegen al ciudadano usuario (como ocurre con la meritocracia magisterial, la Sunedu o la ATU).

Aunque duela aceptarlo, nuestro Congreso parece ser más representativo de lo que admitimos. Tomemos el caso de la . En el Barómetro de las Américas, el 61% opina que más de la mitad de los son corruptos (2021). Sin embargo, desde hace años, las encuestas de Proética muestran que dos terceras partes de los ciudadanos toleran la corrupción (un 68% en el 2022). Además, en este mismo estudio, el 80% de los encuestados afirmó que los peruanos eran corruptos. Nos rasgamos las vestiduras porque apenas el 4,9% confía en el Parlamento, cuando solo el 4,2% confía en sus propios compatriotas (World Value Survey, 2017-2022).

No es la primera vez en esta columna que insisto en que hemos perdido nuestra brújula de moral social. Es una pérdida por inanición ante la ausencia de una comunidad política y de los mecanismos básicos de apoyo, protección y solidaridad social. En su lugar, nuestro comportamiento está guiado por la satisfacción personal inmediata. En algunos casos –quizás en la mayoría–, este “todo vale” permite arañar una existencia en un mundo de poco trabajo digno y pésimo apoyo público. En otros, hace de nuestro país el lugar propicio para todo tipo de despropósitos y tráficos ilegales (humano, de terrenos, de drogas). En otros más, abre el camino para enriquecerse con miles de millones del “dinero de todos”.

Y ahora surge la pregunta clásica: ¿qué hacer? Sé que mis sugerencias serán juzgadas entre irreales o ingenuas. Pero, bueno, basándonos en casos internacionales, la solución principal contra la deshonestidad y la corrupción es tener voluntad política para combatirla, por parte de las autoridades y de los ciudadanos. Para ello, primero debemos tener la conciencia clara e inequívoca de que la corrupción nos hace un tremendo daño que jamás será compensado por las migajas que a veces nos ofrece el sistema decadente (“roba, pero hace obra”).

Estudios del Fondo Monetario Internacional muestran claramente que los países con más corrupción recaudan menos impuestos, obtienen resultados más bajos en pruebas de aptitud escolar, invierten menos y tienen mayores déficits en infraestructura y servicios. También sufren de altos índices de delincuencia e impunidad al pisotear y debilitar a la policía y al sistema de administración de justicia. De poco sirve que patrullen y nos protejan las Fuerzas Armadas cuando los enemigos somos nosotros mismos.

Javier Díaz-Albertini es Ph. D. en Sociología